Doblepensar

El blog favorito de la mamá de Olavia Kite.


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El día que llegué a Dubuque me di cuenta del inmenso verdor que me rodeaba, verdor que llegaba hasta a los baldosines del sofocante cuarto que constituiría mi hogar durante lo que parecía un largo, largo tiempo. Me dijeron que podía merodear por la universidad vacía y buscar la oficina de estudiantes internacionales. Sin embargo, yo permanecí acostada en la cama.

El siguiente recuerdo que tengo es el de recibir la visita inesperada de Ángela, una exalumna de mi colegio que ya llevaba bastante tiempo en el pueblito y quien me llevaría a Wal-Mart a comprar un par de cosas básicas para mi estadía. Compré una almohada, ganchos de ropa, detergente (una porquería que dejó mi ropa blanca como si jamás la hubiera lavado), diez cuadernos rayados por un dólar, un bonito reloj que hasta el momento sigo usando y cuyo segundero hace mucho ruido y un tablerito. Ángela me dijo que era útil pegar un tablerito en la puerta de la habitación ya que allí me podrían dejar mensajes en caso de no encontrarme en casa. Le hice caso y compré uno.

El semestre que duré en el dormitorio fue uno durante el cual los únicos mensajes que recibía provenían de Salud Fredericks, profesora de Español y jefa mía en cuanto a la Mesa de conversación en español que yo dirigía dos veces a la semana. A veces había un "Hello" de una vecina de piso, compañera de Francés I, pero al cabo de un tiempo le encontré un mejor oficio: llenarlo de las pequeñas lecciones de japonés que un adorado recién conocido me impartía. Así, frases sin sentido aparente como "Mori no Kuma San" fueron apareciendo en una letra hermosa y rápida al lado de una copia en garabatos ininteligibles.

Cuando regresé a Colombia le regalé el tablerito a mi hermana, pero ella no lo usa. Al fin y al cabo, uno grita desde abajo y ella no oye porque no está usando el iPod, entonces uno sube, golpea y le dice lo que haya que decir. En una casa familiar los tableritos sirven para escribir "faltan garbanzos y lentejas" en la cocina, o para recados telefónicos. Por lo pronto, el mío no sirve para nada. Aún así, la costumbre de mantener lo inútil se extendió de tal modo que hube de poner un tablerito en mi blog. Ahí lo tienen, de colores que me recuerdan mucho (no sé bien por qué) al libro El huerto en casa, perteneciente a una colección de Salvat que me gustaría heredar. Lo puse como parte del inmenso plan de ornamentar lo que alguna vez fue una solitaria página creada en FrontPage a principios de 2002 y que, a falta del programa a mi regreso, hubo de pasar a un servicio sobre el cual había leído en la Newsweek cuando pasaba tardes entre semana en la biblioteca del colegio. Lo que antes escribía para mí solamente se estaba convirtiendo en algo público, así como mi habitación de siempre había sido cambiada durante un par de meses por un espacio más en un edificio ocupado por un montón de desconocidas.

A lo largo de mi tiempo de convivencia con la muy visible aplicación he visto gran cantidad de mensajes sin sentido que no hacen sino darme risa, acompañados de saludos que ocasionalmente contesto. He de aceptarlo, me parece un bonito gesto que saluden de cuando en cuando. Cuando conozco personalmente al remitente, mucho mejor. La utilidad que le veo al tagboard es exactamente la que le veía al tablerito de bordecito aguamarina que ahora reposa en la repisa de libros de mi hermana: Sirve para que a uno le dejen mensajes que no tienen nada que ver con los posts. En vista de que mi blog no es algo serio ni un grito desesperado en busca de amigos, da lo mismo. A veces mis compañeras de clase me dejan allí preguntas sobre cosas como horarios y trabajos aburridísimos, lo cual me parece hasta práctico. Una vez, hace ya bastante tiempo, apareció un mensaje que, sin ninguna explicación, me invitaba a entrar a The Open List. Hasta el día de hoy no he visto el rostro del remitente, pero creo que debería agradecerle. Claro, debería, porque más de un año después de haber seguido ciegamente las instrucciones empecé a recibir una serie de enigmáticas invitaciones, allí, en el dichoso tablerito.

Tal parece, entonces, que el rectangulito que dice "Viva la gaita", "A azotar baldosa se dijo" y "J'ai vendu ton âme au diable" resultó ser una buena adquisición.


[ Autrefois — Pink Martini ]




Échec et mat

Esto es una paradoja y todo el mundo lo sabe. Mis amigas lo saben, mis papás lo saben, la señora de la droguería lo sabe. Lo supieron mucho antes que yo, pero no fueron capaces de ser claros conmigo. "No te le acerques", me fueron diciendo, uno por uno. Sin embargo, yo sólo tuve ojos para resbalarme por esa melena que desembocaba en sus labios, los más bonitos que alguien pudiera tener, tan extrañamente enmarcados y al mismo tiempo sobresalientes como un diamante en un nido de copetones. Creí que me lo decían precisamente por la tupida cabellera... y en cierto modo fue así. Pero insisto, jamás fueron claros, y ahora todos sufrimos las consecuencias.

Esto que trataron infructusamente de explicarme por medio de frases condensadas lo sabían desde mucho antes de que él me empezara a dejar colombinitas a la entrada del conjunto y se quedara quieto, muy quieto, mientras me veía pasar camino a la tienda de la esquina. Supongo que me estaba observando, pero es muy difícil saberlo cuando lo único visible de una cara es su boca y tal vez un par de pecas desvaneciéndose al final de sus mejillas. Intenté ignorarlo las primeras veces, pero al cabo de un mes terminó impresionándome tanto esa estatua de carne en la que se convertía que volví de la tienda con el mandado y me paré justo al frente de él.
—¿No vas a hablarme, ya que tanto me miras?
Dicen que en ese preciso instante perdí, que si lo hubiera ignorado del todo esto no habría pasado de una escena desagradable a la entrada de su casa, tal vez un par de floreros rotos y libros descuadernados, pero nada trascendería la frontera de su antejardín. No obstante, yo no entendí nada de lo que me decían y me aventuré a indagar en ese abismo viviente, hasta caer.

Cuántos besos, cuántas palabras dulces saleron de aquellos labios cuyos ojos no querían ver claramente la luz del día. Cuántas veces intenté correr el velo que los cubría, tan sólo para encontrar un manotazo que sellaba la entrada a su tal vez dulce mirada. La gente normal habría abandonado esta empresa, este amorcito adolescente de barrio, pero yo me empeñé en buscar el alma hermosa escondida tras el abominable peinado rebelde. Lo amé con toda la capacidad de mi pequeño corazón ingenuo, lo amé hasta los límites establecidos por la vida escolar y la intimidad que acababa donde su mano se convertía en una fría barrera. Una barrera sobre otra. Ese pelo era infranqueable.

—Hija, tú sabes que yo te he dado mucha libertad y continuaré dándotela, pero quisiera advertirte sobre el muchachito del frente— me dijo mi mamá un día.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—¿C-cuál muchachito?
—Yo soy tu mamá, yo me doy cuenta de estas cosas. El de las greñas alborotadas.
—Ay, mamá, pero si no es nada serio...
—Precisamente. Tú no sabes en qué momento te enamoras de verdad de él, y... Ay, hijita, ojalá hubiera sido más clara respecto de este niño. Traté de advertírtelo, todos tratamos, pero tuvimos tanto miedo... Queríamos que el pobrecito tuviera una vida normal... Pero tú con esas orejitas tan bonitas eres valiente y sabrás comprenderlo...
Los profundos suspiros de mi madre aderezaron el final de su críptico discurso, y yo hube de reanudar mi inocente vida amorosa normalmente.

Pasaron algunos meses cuando el furor de la misteriosa melena se desvaneció junto con mis sentimientos afiebrados. Los besos se tornaron insípidos y la falta de ojos para mirar hipnotizada terminó desesperándome. Siendo mi costumbre enfrentarme a todo a su debido tiempo, me senté junto a él en una banca del parque y le comuniqué mi intención de acabar con esta anormal aunque divertida relación. Podríamos ser amigos, de todos modos.
Entonces sentí una presión insoportable en mi muñeca.
—¿Acaso no entiendes que no puedo perderte? Yo te amo. Te amo de verdad. No estoy dispuesto a perderte.
Mis labios se fruncieron en una mueca de incómoda incredulidad.
—Sólo soy una niña más en el barrio, ya encontrarás a alguien mejor.
No.
La presión se hizo mayor. Sacudí mi brazo en vano.
—He estado observándote durante mucho, mucho tiempo. Más tiempo del que alcanzas a imaginar. Decidí que quería pasar mi vida junto a ti. Tu cuerpo refleja lo comprensiva que eres, lo comprensiva que serás conmigo. Has sido un reto para mí, y no voy a fracasar. No puedo fracasar.
—Óyeme, yo no soy tu premio.
—Eres mucho más que eso, tesoro mío.

En ese instante, su mano se alejó del triste chamizo pálido en el que se había convertido mi brazo y, por primera vez, despejó lo que resultó ser la joya que yo andaba buscando, el rostro más increíblemente bello de todo el planeta. Y en su superficie irregular de porcelana pecosa, una mirada brillante y cristalina.
—¿Es que no me crees? —dijo, con esa voz tan grave.
Entonces, mientras sus hermosos ojos azules me miraban cruda y directamente, el viento aprovechó la ocasión para soplar su cabello, el que ya había corrido hacia atrás, y dejó ver sus orejas.
Allí lo comprendí todo. Y al no tener la menor idea de qué hacer, me puse a correr.

Esas orejas las poseen pocos. Esa forma, esas curvas, esa especie de drenaje adonde van a parar los sonidos que rodean al futuro campeón. Todos sabemos que nadie puede resistirse ante las peticiones de los ganadores, tan claramente distinguibles por sus órganos auditivos. Soy una idiota. Debí haberlo intuido. Debí haberlo intuido. La paradoja del barbero se resuelve solamente si el barbero deja de serlo y se limita a afeitarse él mismo cada mañana, dejándole el lío a otro. Si yo no le hubiera hablado él no habría tenido esperanza alguna, habría perdido y habría destruido su casa y su vida sin yo casi darme por enterado. El solo hecho de hablarle fue entrar en su juego. No importaba ya si lo hubiera rechazado de plano o si, como hice, lo hubiera querido hasta donde me hubiera sido posible. No habría ninguna escapatoria, ninguna respuesta alternativa al acertijo de su amor. De todos modos perdí.

—Yo ya lo había visto cuando chiquito, hija —, dijo calmadamente mi madre cuando llegué a casa a llorar desconsoladamente—. Yo sabía adónde iba con esas orejas tan... peculiares. ¿Ahora entiendes por qué no se las descubría nunca?
—Qué astuto, hacerme caer de ese modo... ¿Pero por qué no fuiste clara? ¿Tanto te costaba advertirme exactamente lo que pasaría?
—Lo intenté, hija, pero el niño me cae bien. Es un buen muchacho, salvo por ese... detalle. ¿Ahora qué vas a hacer, si el niño no puede perderte?
Inhalé profundamente y me calmé un poco.
—Quererlo, supongo. Intentar al menos. Y procurar que le vaya bien en la universidad. Y luego velar porque consiga un buen trabajo. A largo plazo me irá bien.
—Sólo procura que esas orejas no las vea nadie. Yo sé que eres comprensiva, cualquiera lo puede ver tan sólo con mirarte.
Estallé de nuevo en bruscos sollozos.
—Mira bien, mamá— dije, tirando de mis lóbulos rabiosamente—. Esto no es comprensión, ¡esto es cobardía! El problema no sería jamás su reacción al perder, sino que de cualquier manera yo resultaría perdiendo. Y que, de todos modos, lo aceptaría estoicamente. Mira como estoy aceptándolo, mamá. ¿Es que no te das cuenta? ¡Lo estoy aceptando!



Este pedazo de perorata es la tercera entrega de La tiranía del lector (¿qué creyeron, que el proyecto se iba a quedar por allá botado?) y es cortesía del amable y antiguo aporte de Ovidio, quien sugirió "La relación entre la anatomía de las orejas de las personas y su actitud frente al fracaso". Como siempre, fue un ejercicio refrescante. Yo debería intentar esto más seguido.


[ Only Solutions — Journey ]

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Paris, France



Esta mañana soñé que estaba en París.

Sabía que permanecería tres días en la Ciudad Luz, así que aprovecharía el primero vitrineando en un centro comercial con supermercado. El recinto parecía una mezcla del Ley de Unicentro, el Ley de Salitre Plaza y el Kennedy Mall de Dubuque (es decir, un patético y oscuro centro comercial con escaleras que no van a ninguna parte dotado con un iluminadísimo almacén de víveres). En el supermercado estaba Roberto Gómez Bolaños con un peinado a lo Little Nicky, de compras en la sección Charcutería. Un funcionario que había hablado conmigo previamente en francés reconocía al humorista mexicano, lo cual hacía de sus compras una experiencia más amigable (no recuerdo qué era lo que necesitaba, pero todo se lo facilitaron por ser quien era).

Mientras miraba a mi alrededor, con Gómez Bolaños a unos pasos de distancia, pensaba que en ese momento me hallaba exactamente en la misma ciudad que Engel sin haberle avisado. Seguramente se pondría furioso. Bueno, si lograba encontrar un café Internet en la noche le escribiría. Lo más probable sería que no llegaría a verlo durante mi corta estadía. Pregunté algo en la charcutería y me respondieron en español. Necesitaba una información absolutamente ridícula,—

Pero no alcancé a recibirla.

La respuesta de la cajera se mezcló con el timbre de mi celular. Era un compañero de Japonés, otrora co-monitor de Historia Cultural de Japón.

—¿A qué te dedicas?
—A nada...

Si tan sólo hubiera sabido que segundos atrás estaba comprando embutidos franceses con Chespirito...


[ I Saw You Dancing — Yaki-Da ]




Estaba haciendo un post acerca de cómo debería estar haciendo de mi tiempo algo productivo leyendo el libro que me prestaron en la Embajada o haciendo la tarea que me puso Himura en vez de escuchar todo Jesus Christ Superstar. Sin embargo, Blogger fue sabio y borró mi labor. Ahora tendré que levantarme de la silla, alistarme para ir a Agro Expo y hacer las planas que tanto he evadido. A las 3pm se supone que tengo que elaborar mi horario de universidad, pero no tengo absolutamente ningún afán. Volveré de mi loca jornada con Jane Goodall y cumpliré mi deber calmadamente.

Los dejo con Riptide, gran fruto de mi desocupe. La foto me decepciona un poquito: en mi mente el geek se parecía a TRON... Y yo creía que Joe Penny había actuado en otra serie famosa, pero al parecer no...


[ Left for Dead — Voodoo Glow Skulls ]




Dansez-Vous




Me gusta bailar. Me gusta aunque haya durado años y años sentada con un codo cortando la circulación en un área determinada de mi muslo, la correspondiente mano empujando la piel de la mejilla contra el pómulo, la mirada perdida en la esperanza de que me recogieran pronto. Me gusta aunque durante todos esos años las niñas hubieran ejercitado sus extremidades al ritmo de El preso mientras yo seguía en la posición anteriormente descrita y el vallenato no hubiera sido más que un gran espectáculo de discreta melosería sobre un solo baldosín del salón. Después de un par de minitecas de colegio (las detestaba, no fui sino como a tres en total), unas cuantas fiestas de quince (ajenas; la mía fue una comida no más) y mi prom, decidí rendirme. Todo era bastante claro en mi vida: fiesta = infinito aburrimiento (de ahí mi antigua larga reticencia a asistir a los TOLMs). No conozco el mundo flotante simplemente porque nunca fui bienvenida en él, porque al otro lado de un par de lanzas cruzadas los cuerpos se retorcían rítmicamente al son de las peticiones de números telefónicos, besos furtivos pese a su lentitud y presentaciones inaudibles.

En décimo conocí a quien pensé sería una buena pareja de baile para los (pocos) subsiguientes eventos sociales que se avecinarían. Él estaba solo, yo estaba sola, ¿por qué no intentarlo? El niño celebraba fiestas sin razón en su hogar, un apartamento que aunque grande, no estaba diseñado para albergar una horda de caderas moviéndose "a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda". En una de esas ocasiones aprendí que, si bien yo no me sentía segura en mis pasos, siempre habría gente bailando mucho peor. Esa misma joya fue responsable de que el mejor recuerdo bailado de mi prom hubiera transcurrido... con mi papá.

Después de mi salida del colegio pasó un año desprovisto de toda forma de baile. Estaba decidido: yo no necesitaba ese aspecto en mi vida. Al fin y al cabo, la falta de práctica me hacía una pésima bailarina y ¿quién querría actualizarme en algo que nadie quiso practicar conmigo en el plazo adecuado? Tomé por curiosidad una brevísima lección de baile de salón, pero me di durísimo en la cabeza con mi pareja de swing mientras dábamos una vuelta. ¿Estaba decidido antes? Estaba decididísimo ahora: Yo no servía para este negocio. El japonés con quien pensaba pasar el resto de mi vida (menos una larguísima e insoportable espera) vino a Colombia y dejé que mi tía lo ilustrara apropiadamente sobre el tema mientras yo pasaba por ahí desentendida, peinándome o leyendo revistas viejas.

Sin embargo, cada vez que uno se hace un firme propósito, y en especial uno negativo, el destino se encarga de mandarle un tortazo a la cara para reírse de uno hasta las lágrimas. Tan sólo un mes después, alguien se sentó a mi lado en un sofá blanco y me hizo una peculiar invitación.

En los archivos de algún computador debe haber una foto en la que este personaje y yo salimos muy elegantemente ataviados, de negro, bailando bambuco. No pedí que me la mandaran creo que por lo ridículo de la situación. Esa noche la danza había cobrado un significado diferente para mí, había logrado ver en ella un lado que tal vez sólo los gansos comprenden. Para el momento del bambuco ya estábamos bailando prácticamente cualquier canción que se nos atravesara.

Nunca conocí el mundo flotante, pero mientras observaba a los demás con mi mala cara tras las lanzas cruzadas, zapateaba y asentía siguiendo el ritmo lejano. Hay un ligero vacío en la historia de mi vida, un vacío que pensé que podría ignorar por siempre, pero que causa escozor inexorablemente cada vez que oigo las anécdotas intrascendentales de las personas cuya vida sigue un curso más bien normal. Retumban las congas y mis pies se mueven debajo del escritorio.


[ High Tide or Low Tide — Ben Harper & Jack Johnson ]




José Feliciano: anécdotas inútiles

Les di a mis amigas las indicaciones incorrectas para llegar al lugar. Casi se pierden. Lo mejor fue haber puesto sólo la dirección en el blog a ver cómo se las arreglaban para aparecer. Por un momento creí que sólo seríamos Lynn, Mare, Lowfill, Himura y yo. O Lynn y yo. ¡Pero no! Resultó buena la asistencia, así que es menester agradecer (en orden de aparición según recuerdo) a Lynn, Lowfill, Arcandolf, Maffesita, Neocygnus, Jean-Paul, Mare, Liam, Himura y KoshKat.

Es la tercera y última celebración de mi cumpleaños este año. Me aferro al iPod como a un tesoro. Hay ponqué de mi abuela y sólo se me ocurren anécdotas tontas, como el regreso a mi hogar en Transmilenio anoche. El bus iba lleno y finalmente hubo puesto para mí al lado de un señor profundamente dormido. Llegando a la estación Quirigua, el señor en medio de su letargo movió su mano derecha, ubicándola muy convenientemente sobre mi muslo izquierdo. Inmediatamente me alejé y el señor se despertó sobresaltado, tan sólo para encontrar la cara de pocos amigos de Himura. Se bajó en Quirigua, desconcertadísimo y procurando evitar el más ligero roce conmigo, "permiso, permiso". El estrecho espacio entre puesto y puesto pareció de repente un pasillo amplio.

Al notar la presencia de El hombre que calculaba sobre el escritorio del computador:
Mi tío (ingeniero civil): "El hombre que calculaba —hasta que se le cayó el puente..."
Mi papá (arquitecto burócrata): "...y quedó inhabilitado para contratar con el Estado por siete años".

Los audífonos no logran borrar la presencia de José Feliciano en el equipo de sonido. "Qué será, qué será, qué será... Qué será de mi vida, qué será..." Mi tío se sabe esa canción en italiano y la traduce simultáneamente.

Olavia: José Feliciano sale en un capítulo de Kung Fu. Yo lo vi.
Himura: ¿Ah, sí? ¿Y de qué hace?
Olavia: Pues de ciego...


[ Baker Street — Undercover ]




Happiness Is a Warm Blog!




Millones de bloggers no pueden estar equivocados. ¡Únase a la adicción!


[ Our House — Talking Heads ]




Gormandizin'




Ya se avecina el cumpleaños de Olavia Kite (el final de Prince of Persia no tiene nada que ver, aunque me gustaría mucho tener una cama llena de cojines como la de la princesa). El 5 de julio se celebrará el ingreso de la señorita a la mayoría de edad de Estados Unidos y otros tantos países. Ya sólo falta cumplir 25 para poder alquilar un carro sin pagar recargo. Sin embargo, el martes es un día poco user-friendly, por lo que la dueña de este blog ha decidido convocar a una pequeña repetición del día de su santo el sábado 9 de julio (para evitar contratiempos con nuestro vetusto amigo Charly).

Debido a que en Juan Valdez se corre el riesgo de maltrato, en Café Tostión el impulso de bailar en las sillas rodantes es irrefrenable, yo no soy amiga de la ingesta de alcohol y la comida japonesa es... un toque costosa (y NO NO NO voy a Wok), ha surgido una genial idea: una gran comilona.

Sí, señores, preparen sus estómagos para una sobredosis de comida mexicana barata. Al decir barata, digo realmente barata. Después de atiborrarnos vemos qué hacemos.

Lugar: Sara's, Calle 71 #9-67
Hora: 7:30pm

Sería bonito contar con su presencia. Bonito como los cojines de la princesa del juego.


[ Never On Sunday (Pote Kin Kiriaki) — Pink Martini ]






Francisco dice que sólo en Colombia los establecimientos tienen nombres tan interesantes. Espero que vuelva pronto; me viene haciendo falta.


[ Club Foot — Kasabian ]







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