Doblepensar

El blog favorito de la mamá de Olavia Kite.


Bon Voyage, 2b

—Nadie está aceptando los volantes.
—Ése no es mi problema, papá. El negocio nos da porque nos da.
—Pero usted sabe que esas películas están muy viejas; si comprara nuevas tal vez llegaría gente...
—¡Esto es Bogotá, y aquí a todos les gusta todo, carajo! ¡Encuéntreme esos clientes o ya sabe lo que le pasa!

En la 7 con 23 abundan los repartidores de volantes. Todos parecidos, todos con pinta casual, todos multiplicando sus brazos como copias mortales de Shiva para que finalmente alguien acuda a los servicios que allí se promocionan. El establecimiento del señor Redondo parece ser el único que no se beneficia del todo de un negocio tan lucrativo como lo es el sexo. Claro que basta con preguntarles a los repartidores de la competencia para saber la razón de este fracaso.
—No tiene niñas, sólo películas. Y son unas viejeras…
—Ahora en la industria del cine porno se manejan cosas más arriesgadas, ¿sí me explico? Se trata de darles gusto a todos los clientes. ‘Mister’ Redondo no tiene una… cómo decirlo… visión del negocio, ¿sí me explico?
—Esas películas las debió haber visto mi abuelito. En vez de cabinas para parejas debería más bien poner cabinas telefónicas.
A lo lejos, donde el andén se torna un poco más amplio frente a Terraza Pasteur, está el último repartidor de la calle. No parece muy interesado en ejercer su oficio, sentado al lado de la vitrina de un almacén de camisetas. Ocasionalmente se pone de pie, exhibiendo la imponente anchura de su espalda mal enfundada en una fea camiseta polo gris mareado, e intenta repartir uno que otro papelito. Vuelve a sentarse y mira en lontananza con unos ojos que denotan una profunda calma mezclada con chispas de ira. Sin embargo, es difícil describir su rostro cuando éste está cubierto de largos y ondulados mechones color azabache que le caen de la coronilla. Todos los repartidores se han puesto apodos entre sí, pero a él simplemente lo llaman ‘El redondo’, por el hecho de trabajar para el señor Redondo. Jamás habla con los demás pero se ve peligroso, así que lo dejan quieto. Nadie conoce su nombre verdadero.

‘El redondo’ termina su jornada de repartición de volantes a una hora incierta y se dirige a la horripilante habitación que su jefe le ha alquilado en la 13 con 22. A veces se lo ve acompañado de una mujer morena muy delgada que siempre va vestida como si Bogotá se hallara dos pisos térmicos más abajo. Al repartidor sólo se le ve sonreír —muy levemente —cuando ella está con él. Ella siempre le habla con un acento insoportable, como si la entonación de cada palabra se la hubiera aprendido de memoria, como si hablara un extraño dialecto chino. Él escucha y a veces responde con monosílabos mientras suben pesadamente las ruidosas y malolientes escaleras. Allá arriba los espera el señor Redondo con una paga miserable, medio pollo asado y los labios fruncidos.
—No sé para qué lo sigo sosteniendo si usted no me sirve para un carajo.
—Yo no soy el que se empeña en atraer clientes con las mismas tres películas que hasta borrosas están.
—No son tres, son siete, y son clásicos del cine italiano.
—Son tan clásicos que todos se los saben de memoria; por eso a nadie le interesa su chuzo.
—¡No es un chuzo!
—Acéptelo, Señor Redondo; de decente su negocio no tiene sino la pacatez de sus supuestos clásicos.
El enfurecido jefe toma una toalla que hasta entonces ha estado medio flotando dentro de una palangana en cuyo fondo se encuentra un manojo de hojas. Parece una infusión para un gigante. Toma la toalla, la estruja un poco con la mano y la abalanza contra la frente del joven. Acto seguido, éste se desploma sobre la desvencijada cama.
—A dormir, papá. Karen, acompáñalo hasta mañana. Que crea que la pasaron muy bien.
Con un poco de asco Karen medio desviste al durmiente y se desviste ella, intentando dormir a su lado. A la mañana siguiente lo despierta por medio de violentas sacudidas.
—¿Tienes los volantes de hoy? Mira que no puedes llegar tarde, perdemos clientela. ¿Cómo te sentiste anoche? Eres el mejor…
El joven arruga la nariz y la frente, como si la luz le diera puños.
—¿El mejor qué?
—¡No me vas a decir que lo has olvidado! Eres el mejor y tú lo sabes. Ahora, a trabajar.
Él la voltea a mirar y piensa que con ese malsano color café desteñido no puede haber sucumbido a lo que ella considera sus encantos. Ella es morena, pero el tono de su piel es tan estable como el gris de su vieja camiseta. Sin embargo, no recuerda nada. Suspira y se pone de pie. Un día más de papeles rechazados. Ni siquiera sabe exactamente qué está escrito allí; preferiría leer los letreros de las busetas —y de hecho lo hace. Mira a la gente pasar: no hay ninguna cara para recordar. La verdad es que, aún si lo intentara, no podría recordar a nadie en toda esa cuadra. No recuerda ni a los vendedores de las tiendas aledañas ni a los clientes del rotativo del frente ni a los demás repartidores de volantes. En su mundo sólo existen los Redondo y los volantes, desafortunadamente.

—Karen, tenemos un problema.
Ella parece saberlo todo de antemano.
—No me digas que se acabaron las hojas, papá.
—No quedará sino molerlo a puños, supongo.
—Pero tú sabes que él es gigantesco.
—Hace rato no come, no tiene mucha fuerza. Será fácil vivir sin las hojas.
—¿Y si…—
—No. Allá no podemos volver.
Esa noche el repartidor sube, como siempre, a la habitación que detesta pero que parece haber constituido su vida desde tiempos inmemoriales. Lo espera el mismo pollo asado cuyo sabor desconoce totalmente, al lado del señor Redondo. La palangana y la toalla están ahí, completamente secas.
—Mi establecimiento —hace especial énfasis en la pronunciación de la s —no está rindiendo. ¿Se le ocurre alguna razón?
—Sí. Es pésimo.
El señor Redondo no necesita alargar esta conversación: un gancho certero lo deja en la cama, masajeándose la quijada. Karen y su padre lo dejan solo, llevándose el pollo.

Transcurren algunos minutos. Por primera vez en mucho tiempo, el joven se lleva la mano al vientre: tiene hambre. Al mismo tiempo, los párpados le pesan. Nunca se había explicado el proceso de estar lúcido y al minuto siguiente no existir. “Así que sucede por esto”, atina a pensar mientras se acomoda en el apestoso colchón, dispuesto a dormir por iniciativa propia. “Mañana comeré algo”, es lo último que pasa por su cabeza, antes tan silenciosa, tan llena de espacio.


[ Tiempo — Jarabe de palo & Jovanotti ]




Bon Voyage, 2a

El amor y la decepción son términos que suenan totalmente opuestos. No obstante, en el fondo todos saben que siempre han ido de la mano, que donde hay amor hay una gran decepción, o más bien que el amor no es sino la aceptación de todas las decepciones que una persona pueda causar. El amor, por más que lo queramos evitar, está a la vuelta de cada esquina. Está esperando a la salida de clases, durante la hora de almuerzo del trabajo, en una fiesta aburrida, en la mitad de un maizal perdido, en un pueblo recientemente inundado. Está ahí, dejando estelas de lágrimas como un caracol invisible, al acecho.

Himura es una de aquellas personas que no piensan demasiado en el amor. Mientras que en un café un grupito de mujeres se reúne a suspirar por las caricias que añoran, él se encuentra caminando en la calle de enfrente, concentrado en un problema de mecánica newtoniana que lo tiene particularmente preocupada. Alguna de estas mujeres podría salir de afán al darse cuenta de la hora y estrellarse con este hombre alto de cabeza rapada y mirada calmada. El amor podría salir de este inesperado encuentro, ¿por qué no? Sería lo mejor para ambos. Desafortunadamente, Himura ha detenido a amarrarse un zapato apoyado en un bolardo y la mujer apenas voltea a mirarlo mientras corre a alcanzar el colectivo que acaba de pasar raudo.

El pensar todo el tiempo en cosas como los números, las fuerzas y la lectura japonesa de los ideogramas chinos no es algo del todo infructuoso ni conlleva siempre una inexorable soledad. Himura, después de años de arduo estudio, es elegido para participar en un congreso de física en Barranquilla. Sin duda un honor para alguien que disfruta tanto del oficio. Silenciosamente mete sus cosas en una maleta, pide prestada una cámara y se despide de su madre, quien logra disimular una angustia que hace ver este paseo como un torneo de natación por el Cabo de la Buena Esperanza sin equipo de salvavidas. Lo arduo de la jornada es sólo el traslado Bogotá-Barranquilla, 22 horas en un bus con un paisaje tan cambiante como aburrido. Himura sólo quiere estar ya allá, y cuando llegue sólo querrá estar de nuevo acá. Eso es lo que piensa mientras ve la lluvia abalanzarse sobre su ventana como miles de puños desesperados.

La noche y sus ruidos de tierra caliente ya se han apoderado de la caravana de estudiantes que con gusto habría pagado un pasaje de avión al sentir el crujido de sus espaldas mientras descienden, uno a uno, del bus que acaba de pinchar. Se encuentran en Curumaní, Cesar, y no es posible describir el lugar porque la oscuridad se lo ha tragado todo. De la nada surge una silla de plástico donde Himura se sienta a descansar y lanzar su mirada al negro vacío, cuando de esta nada surge una figura que se dirige directamente hacia él.

—Qué bueno encontrarte aquí —, dice la figura con voz femenina un poco chillona, imitando el acento bogotano sin mucho éxito.
Himura no cree que le hablen a él, así que intenta alcanzar otro punto de la negrura con sus ojos. La figura ya se ha hecho más grande y, en efecto, le habla a él. Ahora está muy cerca. Es morena, no es posible saber cuánto aunque las estrellas le hacen brillar la piel, su cabello de ricitos apretados se rebela ante la presencia de una diadema, sus ojos centellean mientras se dibuja una sonrisa que parece emitir luz propia.
—Qué bueno encontrarte aquí —, repite la delgada mujer con su sonrisa que, en serio, parece hechizar a cualquiera que la vea.
—¿Me conoce?
—Sí, porque te he estado esperando toda la vida. ¿Dónde estabas antes?
La sonrisa fulgura de nuevo, los ojos de fuego se insertan en los del callado estudiante y, antes de que él mismo se dé cuenta, toma su maleta y desaparece en la espesura de lo ignoto de la mano de esta mágica joven.

La chocita que aparece a lo lejos no es un alivio exactamente, aunque después de caminar durante veinte minutos en la más completa oscuridad debería serlo. Bien podría haberse hundido en un pantano, encontrar la muerte a manos de quién sabe qué animal, pero la pequeña mano de esta extraña salvadora lo libra de todo miedo. A la triste luz de uno de los dos bombillos que tiene la casa, ella es un poco menos bella de lo que aparenta en su medio natural. Sin embargo, sigue mirándolo de esa manera desde el otro lado de la rústica mesa...
—¿Cómo te llamas?
—Himura. ¿Tú?
—Karen. ¿Qué clase de nombre es Himura?
—Es un apellido.
—¿Entonces cuál es tu nombre?
Él abre la boca para pronunciar alguna sílaba, pero el dedo índice de Karen se lo impide, posado como una mariposa en sus labios. Sus ojos se cierran lenta y automáticamente.
—¿Lo encontraste?
Los ojos de Himura vuelven a abrirse al oír aquella tercera voz.
—Sí, papá. Por fin.
El forzado acento bogotano parece ser una condición natural de esta familia.
—Llévalo a tu cuarto, dale de beber. Ya me estaba desesperando. Nuestro imperio no perdurará mucho si lo propagamos solamente por esta zona. Ya sabes que por aquí el negocio es diferente, nuestra distinción, nuestro gusto por lo clásico, eso es algo que aquí nadie sabe apreciar. Además, la calidad de impresión es malísima y ya me metí en problemas en Valledupar. En Venezuela no quieren saber nada de nosotros. Se creen de mejor familia...
—No entiendo, papá, si tú dices que esto no pasa de moda —aunque en Agustín Codazzi...
—Yo sé que funciona en la capital. Allá la gente sí tiene sentido del gusto. No me hables de Agustín Codazzi, allá no saben nada. Ve a consentir a nuestro heredero y dile que nos lleve a Bogotá.
El desconcertado joven no entiende nada de esta conversación, aunque no parece cansarse jamás de la delicada mano de Karen que se pasea sin cesar por su cabeza. Ya en la habitación, que es simplemente una división de la choza que no corre con la suerte de tener el otro bombillo, Himura es acomodado en un catre donde la morena también pasará la noche. El calor es insoportable, no hay manera de que él acepte aumentar la temperatura. Aunque ella se mueve con una gracia... Su cuerpo ligeramente iluminado revolotea por todo el lugar y él no puede sino seguirla.
—¿Por qué me llaman 'heredero'?
—Porque tenemos un gran imperio.
Himura tuerce la cara, incrédulo. Se encuentra sentado sobre el catre, la espalda contra la pared.
—Claro, no nos crees porque vivimos aquí, pero ya verás cuando nos lleves a Bogotá.
—¿Yo? ¿A ustedes?
—Pues en tu carro.
—¿No viste que yo venía en bus?
Karen da un respingo, como si eso no se le hubiera pasado por la ensortijada cabeza.
—¿Y entonces, qué vamos a hacer?
—Si tienen un imperio no creo que me necesiten.
—Mi papá ya está viejo y yo... Claro que te necesitamos. Tenemos que trasladar el tesoro a Bogotá, instalarnos y producir.
La mueca incrédula vuelve a dibujarse en el rostro del estudiante.
—¡Claro que tenemos un tesoro! ¿O si no cómo vamos a tener un imperio? Mi papá se lo encontró en un lugar donde hubo un accidente aéreo. El problema es que estos pueblos como que se modernizaron, que no quieren apreciar el buen arte...
Himura piensa inmediatamente en cuadros que podrían avaluarse en millones de dólares, en un gran rescate en pro del patrimonio artístico de la humanidad, ¡el posible reencuentro con "El grito" de Munch! Tal vez debería ayudarlos. Pero de todos modos desconfía. Su bus debe haber partido rumbo a Barranquilla tiempo atrás, y él se había dejado llevar por una desconocida de un modo tan tonto... Su cara se torna rígida. Su mirada adquiere la calma de una piedra afilada.
Karen se queda mirándolo.
—Papá, creo que no nos quiere ayudar — exclama al fin.
—Qué lástima —suspira él desde el otro lado de la choza —, entonces ya no hay de otra. Igual nadie lo espera.
Entra a la habitación con una toalla empapada y le hace una indicación con la mirada su hija, quien nuevamente inserta el fuego de sus pupilas en los ojos de Himura, sonriéndole, acariciándole la mejilla. Pocos minutos después él accede a acostarse en el catre dulcemente. Ella es hermosa, simplemente hermosa. Acto seguido, la toalla cae sobre su frente y él queda sumido en un sueño profundo.


[ I Know — Dionne Farris ]




Bon Voyage, 1

Tal como lo anunció, Himura se fue a Barranquilla a un congreso de física el domingo. Se fue, según él, a pegar un afiche. Sé que tiene más trascendencia que eso, pero las cosas que estudian los físicos, cuando se reducen al idioma cristiano, suenan a pura feria de la ciencia de colegio. Por eso es que se dedican a aumentar su léxico, para que la gente que jamás verá los numeritos implicados no les diga que pierden su tiempo con nimiedades como hilos que se rompen o carritos de propulsión a chorro. Así, exentos de todo riesgo de pregunta o comentario por parte del mundo lego, los físicos reciben invitaciones de aquí y de allá para ir a pasarla en grande dedicándose a asuntos supuestamente vitales para comprender el funcionamiento de nuestro universo pero que, la verdad sea dicha, no le interesan a nadie más.

El paso de los antiguos mercaderes de Asia por el Takla Makan debe haber sido más sencillo que el paseo de 22 horas que les tocó a nuestros amigos estudiosos por la geografía colombiana para llegar a su destino. Así, es apenas normal que uno de repente se despierte con las articulaciones crujiendo y el cerebro hecho papilla en una ciudad adormilada que promete no despertar —ni dejarlos a ellos despertar —jamás. Dicen que es Barranquilla. Dicen que ahí es el congreso. Dicen que éste es el hotel y éste es el cuarto de seis personas. Son las cuatro de la mañana, así que cualquier sentencia que tenga que ver con descanso será bienvenida.

Pues bien, después de un sueño que parecía efecto de un batazo en la cabeza, el aporreado señor Himura se dispuso a penetrar en aquel mundo del conocimiento que era la única razón para recorrer tantas deshechas carreteras. Sin mirar a su alrededor se aproximó al tumulto que aguardaba en el lobby del hotel y con ellos partió en una van hacia un centro de convenciones. El paisaje a través de la ventana era una sola mancha de olvido, las voces de los compañeros no llegaban a él. Al fin, con pasos automáticos, hizo una fila y se sentó en una silla de auditorio. Era hora de hacer valer tanto dolor, tanto doloroso sopor.

—Sean todos ustedes bienvenidos a la quincuagésima séptima feria del representante Amway.
Los ojos entrecerrados de Himura se abrieron de sopetón. Miró a diestra y siniestra y se encontró en un mar de señoras bajitas, rechonchas, de cabello corto pintado de rubio o rojo, con sus inmensas y caídas bondades embutidas en una camiseta blanca. La gran mayoría llevaba una visera que proyectaba sombras chinas color rosa o verde sobre el regazo; varias lo miraban de reojo y no precisamente con ternura maternal.
—Como todos saben, el propósito de nuestro encuentro es doble: la repotenciación de nuestro espíritu emprendedor y la exhibición de los nuevos productos de nuestro catálogo. Hemos elegido a La Arenosa como sede de nuestro encuentro porque consideramos que una ciudad tan alegre como ésta no puede sino incentivar nuestro deseo de superación, nos ofrecerá la calidez propia de nuestra linda gente de la Costa Atlántica, y nos dará fuerzas para aumentar nuestra gran familia Amway.

De inmediato y con la máxima discreción posible, el angustiado estudiante se levantó de su silla y corrió a la puerta más cercana. Le negaron la salida puesto que interrumpiría el evento y propiciaría la desconcentración.
—Pero yo no vine a esto, vengo al Congreso Nacional de Física...
—Sí, claro. ¿Es ésa la excusa que le diste a tu familia para venir? ¿Le tienes miedo al éxito? Todos deberían saber que estás orgulloso de ser un representante Amway. Siéntate y disfruta, que para eso viniste a Barranquilla.
Resignado, a la espera del refrigerio, Himura volvió a su puesto y gruñó exhibiendo los dientes, lo cual quiere decir que obviamente estaba envuelto en las llamas de la furia. Pasaron horas y horas y horas y horas y horas de charla 'éxito-motivadora' por parte del maestro de ceremonias y numerosos testimonios de vida provenientes de muchas mujeres que parecían la misma mujer. "Yo era un infeliz...", venía a la mente del desdichado viajero una y otra vez. No hubo refrigerio. La van lo regresó al hotel a las siete de la noche. Esperaba encontrar a sus compañeros de cuarto y rogarles que no lo fueran a dejar botado al comienzo de la segunda jornada, pero al abrir la puerta escuchó a sus espaldas:
—Gracias, bizcochito.
Exacto, ésas eran sus compañeras de cuarto. Cinco fragmentos de un cuadro de Andy Warhol, cada uno de un color distinto (los tintes capilares vienen en una gama inmensa) pero de resto exactamente iguales. Se llamaban Gladys, Stella, Amparo, Leonor y Consuelo (era imposible saber cuál era cuál incluso aprendiéndose la clave cromática que las regía) y procedieron a acribillarlo a preguntas. ¿Por qué había elegido Amway y no, digamos, OmniLife? ¿Estaba solterito y a la orden? (¡Si no le importaba tener hijastros de su misma edad Consuelo también estaba solterita y muy a la orden!) ¿Por qué estaba como tan ofuscado? ¿No quería un masajito? (¡Stella trabajaba en un centro de estética en Cúcuta, ella era experta en masajes relajantes y drenaje linfático! —"Pero tú no necesitas drenaje linfático con lo rico que estás, papito...") Himura no se atrevió a empijamarse y prefirió quitarse apenas los zapatos para dormir. No hace falta decir que no pegó los párpados en toda la noche. Tampoco hace falta decir que en su vela escuchó todos y cada uno de los comentarios de las señoras que, para este entonces, estaban todas enfundadas en idénticas batolas rosadas de franela. La permanencia de su traje completo tapado con el cubrelecho había sido completamente inútil: Gladysita, Stellita, Amparito, Leo y Consuelito lo habían desnudado mentalmente y con sus palabras se le habían comido hasta los tuétanos.

Dos días después me lo encontraría a la salida de mi universidad, acompañado de una mueca de asco que tardaría mucho en desaparecer. El Congreso Nacional de Física no podría importarle menos.


[ Highschool Lover — Air ]




Ikensho





No soy de aquellas personas que suele opinar abiertamente y defiende a morir su punto de vista. Ahora, si bien en persona digo una que otra cosa (dependiendo del interlocutor), en la vida escrita me limito a leer y refunfuñar o quejarme ante mi interlocutor de confianza más cercano. Alguna vez me atreví a expresar lo que pensaba, pero mi reacción ante la crítica llegó al extremo de retirarme de TOL temporalmente. Me trajeron de vuelta la novedad de TOL-Talk y un mensaje del Sr. Guillot, pero ésa es otra historia.

La sensación que me quedó después de este episodio fue de pesar, de haber deseado haberlos enfrentado para así haberme hecho entender, o al menos haberlos ignorado a todos y haberme mantenido ahí, en mi incomprendida esquina. Digo incomprendida porque lo que dije fue tomado exactamente por su contrario. Ya no recuerdo bien el modo en que lo escribí, así que no puedo arreglar el malentendido surgido de una aparente redacción pobre. Sin embargo, ha pasado mucho tiempo desde el incidente y sigo pensando en la relación foto femenina - comentarios.

La reacción de las personas con respecto a los retratos de personas normales es muy diferente en el caso de los hombres que en el de las mujeres. La foto de un hombre cualquiera (no un modelo ni alguien haciéndose pasar por modelo) no suele suscitar reacción alguna, salvo uno que otro chiste o comentario acerca del entorno. Sin embargo, una mujer siempre será susceptible de ser calificada. La mujer no puede deshacerse de su condición de objeto de deseo, y así, no importa la circunstancia si se puede evaluar la calidad del objeto en su implícita misión de recrear la vista. De esta manera, la simple imagen de un ser amado es fácilmente confundida con la última exposición de hotornot.com. Un camino transitado en una universidad es una pasarela de ladrillo con filas de jueces no siempre silenciosos. El mundo para una mujer es un gigantesco certamen del que muy pocas salen bien libradas. Obviamente es un evento retorcido y que carece de toda conexión con una realidad lógica (¿una mujer normal, con hijos, hogar y trabajo encima, puede ser igual a las modelos cuya ocupación es su cuerpo?), pero que acaba por calar en la gente como si fuera la única verdad. Al fin y al cabo, en un un mundo donde los medios muestran una realidad que no es la nuestra pero asegura serlo, lo único que hay por esperar es este afán de encontrar en las calles lo que prometen las pantallas.

Un espectador apaga la televisión y encuentra por ahí la decepcionante foto de una mujer como todas, una con cualidades y defectos como los que posee el hombre — eso sí, cada vez menos admisibles, el culto al cuerpo que en principio parece dirigido sólo al género femenino se va propagando por toda la raza humana —. Algún día él también será juzgado, pero por ahora él se dedicará a juzgarla a ella.


[ Two Steps Behind — Def Leppard ]




Nieve de aerógrafo

Esta mañana, en el Portal de la 80, vi un anuncio reportando la inminencia de un suceso que no corresponde a estas fechas. Me pareció curioso, pero pensé que el afán de adelantar el calendario sólo le pertenecía a la cadena de supermercados que deseaba hacerse a una montaña de dinero desde ya. El día transcurrió normalmente, con un sol que hacía mucho no veía golpeando el pavimento. Por la tarde, mientras el calor daba al fin paso a los nubarrones de siempre, noté que en la ciudad estaban brotando pinos de plástico con nieve pintada. En la entrada de Unicentro, en una vitrina sobre la 11, en un apartamento en Chicó. Tal vez fue el cambio abrupto del clima, tal vez un efecto de la altura —yo sabía mucho de jardinería pero ya se me olvidó —, el asunto es que estos nuevos parásitos no se contentaron con alcanzar la madurez instantáneamente, sino que además florecieron. Luces de colores se regaron por la vitrina de la 11 mientras que el árbol del Chicó se recargó de bolitas rojas y doradas.

Ya estoy resignada a esperar el inevitable momento en que los frutos de esta precoz vegetación estallen y esparzan en el aire su insoportable polen sonoro: "De Año Nuevo y Navidad..."


[ Pure Shores — All Saints ]




Cauce

Si de mi cabeza fluyeran las palabras precisas para describir las fugaces imágenes que de cuando en cuando atraviesan mis córneas, tal vez escribiría más seguido. Sin embargo, al mismo tiempo, si escribiera más seguido habría más posibilidades de que las palabras se pulieran a fuerza de tanto uso. Mis dedos al teclado serían las olas que frotan lenta y delicadamente el trozo de vidrio que ha caído en la playa, esculpiendo el burdo filo hasta convertirlo en verde gema.

Si mis nervios vibraran como arpas enredadas que curiosamente funcionan bien, si las sinapsis fueran golpes de martillo en el interior de un piano, seguramente mi guitarra sería la confidente de muchas más canciones que no habrían de abandonar las paredes de mi habitación. Mis uñas rasgarían los apretados anillos espiralados de metal hasta sacar de ellos el sinuoso camino por donde se deslizaría mi polvorienta voz.

Hace tanto no conozco la alegría del nacimiento de un nuevo personaje, hace tanto no logro hilar ideas en impalpables telares... Dos arañas cuelgan de ramas carnosas, anhelando tejer el aire pero sabiéndose incapaces. Miles de minúsculos ojos leen las letras que corren en ríos caudalosos, las descomponen en un caleidoscopio de sueño inalcanzable y se apartan para devorar el tiempo multiplicando jeroglíficos recién decodificados.

Tal vez algún día los ejércitos de abstractos dibujitos cobrarán sentido, y de los charcos emanarán riachuelos torpes en busca de la grandeza de las corrientes importantes. No obstante, el crecimiento tomará el tiempo que tarden las olas en hacer de un fragmento de vidrio un dije de transparente jade artificial. Posiblemente la esquirla abandone el baile pronto para permanecer enterrada en la arena y corte el pie de algún transeúnte distraído.


[ Left for Dead — Voodoo Glow Skulls ]




De las palomas y sus patas

Las palomas rasguñan las canales con sus patas. En un baile de autobús sobre la superficie en la que se posan, las aladas abuelas grises se mecen sin parar sobre un metal que ha frenado en seco mucho antes de su nacimiento.

El cielo es gris, se dobla como un techo de lona bajo el peso de los charcos que contiene. Si lloviera, y las palomas lo presenciaran —en vez de escabullirse en busca del ya conocido refugio de los campanarios —, el arrastrar de sus garras se vería acompañado de un suave tintineo, producido por el agua que se va colando entre las bajantes. Conformarían una pequeña orquesta de percusión, serían adolescentes de vestidos lúgubres en una banda de skiffle.

Las imagino asomándose para ver el remolino de la lluvia que se desliza estoicamente hacia el abismal tubo rectangular, con su mirada grave y desconcertada siguiendo la insondable noche del viejo pozo sin fondo. Desde abajo sus picos encorvados sugieren la presencia de un séquito funerario que busca con los ojos desorbitados el féretro que fue devorado por un agujero demasiado hondo. Mientras tanto, las gotas juegan escaleras durante la tarde y caen en el indeseable cuadrito del tobogán, obligadas a empezar el juego de nuevo. Cuando vuelvan a mezclarse los vientos lo intentarán una vez más. Palomas ociosas.

Si el frío arreciara y la lluvia musical posara un dedo en sus labios para convertirse en nieve, las palomas observarían atentamente cada copo en su trayecto hacia su oscura destrucción. Súbitamente, cada una sería atraída por la inusual gracia de una de aquellas frágiles estrellas de agua, y ante su inexplicable pérdida buscarían en el aire de peltre una escama igual, un reemplazo que no sufriera el mismo destino. O una al menos parecida. O una que tan sólo pudiera traer su recuerdo a la vista. Así, las tristes señoras reducirían sus exigencias hasta dejarse hipnotizar por cualquier rastrojo de agua congelada. Pasarían las horas sobre la canal y sus rasguños cesarían por completo, sustituidos por el inaudible crujido de los cuchillos que se abren paso por entre la carne, cuchillos cuya vida anterior de líquido inofensivo se había detenido poco antes. Sus ojos, atravesados ahora por los minúsculos filos, abarcarían el vacío horizonte, perdidos por siempre entre flotantes Medusas de cristal.

Y si de repente la temperatura volviera a subir, el agua fluiría fuera de la masa de inerte rojez para caer en el indeseable cuadrito del tobogán, justo en la mitad de un juego especialmente lento. Cuando vuelvan a mezclarse los vientos lo intentarán una vez más. No obstante, en esa próxima ocasión no habrá palomas para acompañar su canto. Conscientes de su debilidad por los abismos —y todo aquello que en ellos cae —las trastocadas ancianas se empecinan en pasar la lluvia en uno de los diez mil veces visitados campanarios. Allá estarán seguras, rasguñando frenéticamente las capas de pintura con sus patas, ahogando con sus garras la idea del agua que dibuja espirales transparentes sobre un fondo negro, de un solo vitral hexagonal descendiendo con infinita suavidad para desvanecerse en un rectángulo de fascinante nada.



[ Yesterday Once More — The Carpenters ]




Nightclub

Se abren los ojos y se trata de recordar una sola línea melódica de las escuchadas la noche anterior. Nada sale. Sonaba un instrumento, como un saxofón alocado... pero sólo queda el ritmo. El ritmo. El ritmo. El ritmo. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Breves instantes lo hacen más lento, pero esa variación tampoco queda. ¿Más rápido? No, nunca fue más rápido. Monotonía. Mujeres muy parecidas entre sí. Cigarrillos prendidos. Ahora todo apesta a cigarrillo. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Una voz familiar dice que es la única música que los americanos pueden bailar porque no saben bailar. Sí, cualquier cosa sale, es la respuesta. Las voces conversan en inglés. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Era un rincón que se hacía cada vez más apretado, paredes humanas que se cierran, doncella de hierro con codos por púas. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Había besos por todas partes, para todos, aún para el aparentemente desafortunado señor de la tonsura con pelo largo de voluntad propia. Besos para el de camiseta de rayas y cara grande y cuadrada. Besos lejanos, besos en este rincón que alguna vez fue un amplio sector contra la pared. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Monotonía. Hay un televisor. La gente se detiene, convetida en un coro que entona un triste y breve Aaaaaaah por el temprano accidente de automovilismo. Monotonía. El ritmo parece cambiar tan sólo para regresar a lo mismo. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Las pelvis se mueven pero no tanto. La música apenas rápida se puede convertir en un suave arrullo. Se siente o se ignora. Besos. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. La eterna percusión se siente o se ignora. Se ignora. Este zapateo se ha vuelto automático. Se ha tomado suficiente gaseosa. Bum, ts, bum, ts, bum, ts. Se acabó. Estuvo bien. Se abren los ojos en el bus, con dolor de garganta y la audición disminuida. No queda ninguna melodía.


[ La fuerza del destino — Fey ]




The World Forgetting, By the World Forgot

Yo estaba convencida de que presenciar la desaparición de los recuerdos no pasaba de ser algo que componía y hacía interesante a Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Una película. Una obra de ficción.

Entonces abrí ese diskette y, una vez leídos los viejísimos mensajes y redescubiertos aquellos años perdidos, los archivos desaparecieron.




¿Qué debo hacer ahora? ¿Huir hacia la infancia? ¿Tomar de la mano a quien no quisiera olvidar y correr por toda mi vida hasta que el pasado finalmente se deshaga, susurrándome el nombre de algún recóndito destino donde habría de encontrarlo de nuevo?

...

Y si siguiera aquella última desconcertante instrucción, ¿lo volvería a hallar?
Y de ser así,
¿qué hacer con él?


[ City Girl — Kevin Shields ]







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