Borrador de algo
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy domingo, mayo 02, 2004 a las 11:42 a. m..
Todo el mundo lo sabía, en especial los vendedores de sombrillas: llovería en Bogotá una vez más. Me cubrí con la rosada capota y me dispuse a abrir la destartalada sombrilla —"sombrilla de aguacate", les oí decir a unas estudiantes a mi lado— cuando llegaron mis acompañantes de siempre, menos una, seguidas de mi madre. Ésta era una visita que no podía hacerse como cuando caminábamos todas juntas hacia el viejo vagón de tren donde saboreamos un poco de granizado y colaciones. No, ésta sería una visita especial: nos dirigíamos hacia la cárcel de libros.
El trayecto fue corto, aunque mirábamos hacia todas partes, temiendo a los vagabundos y a los perros. Cuando llegamos, la lluvia había cesado, pero el aire le había conferido un tono plomizo a todo, inclusive a las plantas que intentaban hacer más amable aquel recinto hostil.
—Aquí no nos importan sus autorizaciones ni la razón por la cual vengan. Tienen que afiliarse si quieren entrar —, dijo fríamente la mujer de amarillo que nos atendió, si es que a eso se le puede llamar "atención". Al final de los forzados papeleos, mi madre y Tomoyo, la más joven de nosotras tuvieron que quedarse atrás mientras las dos restantes, Kitty y yo, éramos minuciosamente escrutinadas por seres que parecían no tener vida propia más allá del laberíntico edificio. Una mujer gorda y antigua nos miraba fijamente desde un ascensor color carmín que llevaba un letrero: "no maniobre el ascensor, puede ser peligroso".
Nadie nos guió hasta la sala de visitas: tuvimos que encontrarla por nuestros propios miedos, no sin perder una gran cantidad de silenciosa adrenalina por entre las escalinatas. Allí un guardia volvió a revisarnos de pies a cabeza y nos interrogó:
—¿Qué buscan?
—Venimos por…; queremos investigar acerca de todas sus ediciones.
El rostro del guardia cambió de color, de amarillo ocre a rojo escarlata a blanco pergamino.
—¿Vienen solas? ¿Alguien más busca ese libro?
—Nadie más.
El guardia nos quitó la ficha que nos habían entregado a la entrada: ahora no tendríamos medios para recuperar nuestros objetos, que se habían quedado en un armario oscuro como las casas llenas de almas departidas. No tendríamos modo de salir. Kitty y yo nos hicimos a una mesa inmensa de madera burda, con puestos marcados por números blancos. La lluvia había regresado. A través de las ventanas parecía como si el cielo gris derritiéndose suavemente fuera una parte inseparable del edificio, como si los lomos de los libros encerrados hubieran sido condenados a contemplarla eternamente.
Había pasado mucho tiempo desde la última rebelión por derechos de autor. El Estado se había apropiado de cuanto material escrito existía, prometiendo un pago decente a los autores. Aun cuando era permitido asistir a clases y aprender, los libros no salían jamás de las aulas o las bibliotecas, por lo cual algunos activistas les empezaron a llamar “cárceles de libros”. Mi madre hablaba de una época en la que paseaba libremente en busca de revistas antiguas, justo en el mismo lugar donde ahora nos encontrábamos sin demasiadas esperanzas de encontrar algo interesante. Al fin y al cabo, nada saldría de estas cuatro paredes excepto en forma de una síntesis de dos o tres frases: eso era todo lo que se nos permitía para demostrar que habíamos ‘aprendido’.
Las copias solicitadas llegaron pronto. ¡Más que libros, eran revelaciones! Eran mucho más de lo que nos habrían prometido sobre ellos. En sus páginas se respiraba el aire de una historia que debía ser revelada. ¿Pero cómo hacerlo, si a la salida nos revisarían los cuadernos? Si llegábamos a ser descubiertas robándonos la información que le pertenecía al Estado, podríamos inclusive morir ejecutadas.
Ya se nos ocurriría algo. Por lo pronto, di un vistazo más a los libros encerrados y sonreí, prometiéndoles que los liberaría de su prisión.
(continuará... tal vez)
El trayecto fue corto, aunque mirábamos hacia todas partes, temiendo a los vagabundos y a los perros. Cuando llegamos, la lluvia había cesado, pero el aire le había conferido un tono plomizo a todo, inclusive a las plantas que intentaban hacer más amable aquel recinto hostil.
—Aquí no nos importan sus autorizaciones ni la razón por la cual vengan. Tienen que afiliarse si quieren entrar —, dijo fríamente la mujer de amarillo que nos atendió, si es que a eso se le puede llamar "atención". Al final de los forzados papeleos, mi madre y Tomoyo, la más joven de nosotras tuvieron que quedarse atrás mientras las dos restantes, Kitty y yo, éramos minuciosamente escrutinadas por seres que parecían no tener vida propia más allá del laberíntico edificio. Una mujer gorda y antigua nos miraba fijamente desde un ascensor color carmín que llevaba un letrero: "no maniobre el ascensor, puede ser peligroso".
Nadie nos guió hasta la sala de visitas: tuvimos que encontrarla por nuestros propios miedos, no sin perder una gran cantidad de silenciosa adrenalina por entre las escalinatas. Allí un guardia volvió a revisarnos de pies a cabeza y nos interrogó:
—¿Qué buscan?
—Venimos por…; queremos investigar acerca de todas sus ediciones.
El rostro del guardia cambió de color, de amarillo ocre a rojo escarlata a blanco pergamino.
—¿Vienen solas? ¿Alguien más busca ese libro?
—Nadie más.
El guardia nos quitó la ficha que nos habían entregado a la entrada: ahora no tendríamos medios para recuperar nuestros objetos, que se habían quedado en un armario oscuro como las casas llenas de almas departidas. No tendríamos modo de salir. Kitty y yo nos hicimos a una mesa inmensa de madera burda, con puestos marcados por números blancos. La lluvia había regresado. A través de las ventanas parecía como si el cielo gris derritiéndose suavemente fuera una parte inseparable del edificio, como si los lomos de los libros encerrados hubieran sido condenados a contemplarla eternamente.
Había pasado mucho tiempo desde la última rebelión por derechos de autor. El Estado se había apropiado de cuanto material escrito existía, prometiendo un pago decente a los autores. Aun cuando era permitido asistir a clases y aprender, los libros no salían jamás de las aulas o las bibliotecas, por lo cual algunos activistas les empezaron a llamar “cárceles de libros”. Mi madre hablaba de una época en la que paseaba libremente en busca de revistas antiguas, justo en el mismo lugar donde ahora nos encontrábamos sin demasiadas esperanzas de encontrar algo interesante. Al fin y al cabo, nada saldría de estas cuatro paredes excepto en forma de una síntesis de dos o tres frases: eso era todo lo que se nos permitía para demostrar que habíamos ‘aprendido’.
Las copias solicitadas llegaron pronto. ¡Más que libros, eran revelaciones! Eran mucho más de lo que nos habrían prometido sobre ellos. En sus páginas se respiraba el aire de una historia que debía ser revelada. ¿Pero cómo hacerlo, si a la salida nos revisarían los cuadernos? Si llegábamos a ser descubiertas robándonos la información que le pertenecía al Estado, podríamos inclusive morir ejecutadas.
Ya se nos ocurriría algo. Por lo pronto, di un vistazo más a los libros encerrados y sonreí, prometiéndoles que los liberaría de su prisión.
(continuará... tal vez)
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