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0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy domingo, julio 31, 2005 a las 1:12 a. m..
El día que llegué a Dubuque me di cuenta del inmenso verdor que me rodeaba, verdor que llegaba hasta a los baldosines del sofocante cuarto que constituiría mi hogar durante lo que parecía un largo, largo tiempo. Me dijeron que podía merodear por la universidad vacía y buscar la oficina de estudiantes internacionales. Sin embargo, yo permanecí acostada en la cama.
El siguiente recuerdo que tengo es el de recibir la visita inesperada de Ángela, una exalumna de mi colegio que ya llevaba bastante tiempo en el pueblito y quien me llevaría a Wal-Mart a comprar un par de cosas básicas para mi estadía. Compré una almohada, ganchos de ropa, detergente (una porquería que dejó mi ropa blanca como si jamás la hubiera lavado), diez cuadernos rayados por un dólar, un bonito reloj que hasta el momento sigo usando y cuyo segundero hace mucho ruido y un tablerito. Ángela me dijo que era útil pegar un tablerito en la puerta de la habitación ya que allí me podrían dejar mensajes en caso de no encontrarme en casa. Le hice caso y compré uno.
El semestre que duré en el dormitorio fue uno durante el cual los únicos mensajes que recibía provenían de Salud Fredericks, profesora de Español y jefa mía en cuanto a la Mesa de conversación en español que yo dirigía dos veces a la semana. A veces había un "Hello" de una vecina de piso, compañera de Francés I, pero al cabo de un tiempo le encontré un mejor oficio: llenarlo de las pequeñas lecciones de japonés que un adorado recién conocido me impartía. Así, frases sin sentido aparente como "Mori no Kuma San" fueron apareciendo en una letra hermosa y rápida al lado de una copia en garabatos ininteligibles.
Cuando regresé a Colombia le regalé el tablerito a mi hermana, pero ella no lo usa. Al fin y al cabo, uno grita desde abajo y ella no oye porque no está usando el iPod, entonces uno sube, golpea y le dice lo que haya que decir. En una casa familiar los tableritos sirven para escribir "faltan garbanzos y lentejas" en la cocina, o para recados telefónicos. Por lo pronto, el mío no sirve para nada. Aún así, la costumbre de mantener lo inútil se extendió de tal modo que hube de poner un tablerito en mi blog. Ahí lo tienen, de colores que me recuerdan mucho (no sé bien por qué) al libro El huerto en casa, perteneciente a una colección de Salvat que me gustaría heredar. Lo puse como parte del inmenso plan de ornamentar lo que alguna vez fue una solitaria página creada en FrontPage a principios de 2002 y que, a falta del programa a mi regreso, hubo de pasar a un servicio sobre el cual había leído en la Newsweek cuando pasaba tardes entre semana en la biblioteca del colegio. Lo que antes escribía para mí solamente se estaba convirtiendo en algo público, así como mi habitación de siempre había sido cambiada durante un par de meses por un espacio más en un edificio ocupado por un montón de desconocidas.
A lo largo de mi tiempo de convivencia con la muy visible aplicación he visto gran cantidad de mensajes sin sentido que no hacen sino darme risa, acompañados de saludos que ocasionalmente contesto. He de aceptarlo, me parece un bonito gesto que saluden de cuando en cuando. Cuando conozco personalmente al remitente, mucho mejor. La utilidad que le veo al tagboard es exactamente la que le veía al tablerito de bordecito aguamarina que ahora reposa en la repisa de libros de mi hermana: Sirve para que a uno le dejen mensajes que no tienen nada que ver con los posts. En vista de que mi blog no es algo serio ni un grito desesperado en busca de amigos, da lo mismo. A veces mis compañeras de clase me dejan allí preguntas sobre cosas como horarios y trabajos aburridísimos, lo cual me parece hasta práctico. Una vez, hace ya bastante tiempo, apareció un mensaje que, sin ninguna explicación, me invitaba a entrar a The Open List. Hasta el día de hoy no he visto el rostro del remitente, pero creo que debería agradecerle. Claro, debería, porque más de un año después de haber seguido ciegamente las instrucciones empecé a recibir una serie de enigmáticas invitaciones, allí, en el dichoso tablerito.
Tal parece, entonces, que el rectangulito que dice "Viva la gaita", "A azotar baldosa se dijo" y "J'ai vendu ton âme au diable" resultó ser una buena adquisición.
[ Autrefois — Pink Martini ]
El siguiente recuerdo que tengo es el de recibir la visita inesperada de Ángela, una exalumna de mi colegio que ya llevaba bastante tiempo en el pueblito y quien me llevaría a Wal-Mart a comprar un par de cosas básicas para mi estadía. Compré una almohada, ganchos de ropa, detergente (una porquería que dejó mi ropa blanca como si jamás la hubiera lavado), diez cuadernos rayados por un dólar, un bonito reloj que hasta el momento sigo usando y cuyo segundero hace mucho ruido y un tablerito. Ángela me dijo que era útil pegar un tablerito en la puerta de la habitación ya que allí me podrían dejar mensajes en caso de no encontrarme en casa. Le hice caso y compré uno.
El semestre que duré en el dormitorio fue uno durante el cual los únicos mensajes que recibía provenían de Salud Fredericks, profesora de Español y jefa mía en cuanto a la Mesa de conversación en español que yo dirigía dos veces a la semana. A veces había un "Hello" de una vecina de piso, compañera de Francés I, pero al cabo de un tiempo le encontré un mejor oficio: llenarlo de las pequeñas lecciones de japonés que un adorado recién conocido me impartía. Así, frases sin sentido aparente como "Mori no Kuma San" fueron apareciendo en una letra hermosa y rápida al lado de una copia en garabatos ininteligibles.
Cuando regresé a Colombia le regalé el tablerito a mi hermana, pero ella no lo usa. Al fin y al cabo, uno grita desde abajo y ella no oye porque no está usando el iPod, entonces uno sube, golpea y le dice lo que haya que decir. En una casa familiar los tableritos sirven para escribir "faltan garbanzos y lentejas" en la cocina, o para recados telefónicos. Por lo pronto, el mío no sirve para nada. Aún así, la costumbre de mantener lo inútil se extendió de tal modo que hube de poner un tablerito en mi blog. Ahí lo tienen, de colores que me recuerdan mucho (no sé bien por qué) al libro El huerto en casa, perteneciente a una colección de Salvat que me gustaría heredar. Lo puse como parte del inmenso plan de ornamentar lo que alguna vez fue una solitaria página creada en FrontPage a principios de 2002 y que, a falta del programa a mi regreso, hubo de pasar a un servicio sobre el cual había leído en la Newsweek cuando pasaba tardes entre semana en la biblioteca del colegio. Lo que antes escribía para mí solamente se estaba convirtiendo en algo público, así como mi habitación de siempre había sido cambiada durante un par de meses por un espacio más en un edificio ocupado por un montón de desconocidas.
A lo largo de mi tiempo de convivencia con la muy visible aplicación he visto gran cantidad de mensajes sin sentido que no hacen sino darme risa, acompañados de saludos que ocasionalmente contesto. He de aceptarlo, me parece un bonito gesto que saluden de cuando en cuando. Cuando conozco personalmente al remitente, mucho mejor. La utilidad que le veo al tagboard es exactamente la que le veía al tablerito de bordecito aguamarina que ahora reposa en la repisa de libros de mi hermana: Sirve para que a uno le dejen mensajes que no tienen nada que ver con los posts. En vista de que mi blog no es algo serio ni un grito desesperado en busca de amigos, da lo mismo. A veces mis compañeras de clase me dejan allí preguntas sobre cosas como horarios y trabajos aburridísimos, lo cual me parece hasta práctico. Una vez, hace ya bastante tiempo, apareció un mensaje que, sin ninguna explicación, me invitaba a entrar a The Open List. Hasta el día de hoy no he visto el rostro del remitente, pero creo que debería agradecerle. Claro, debería, porque más de un año después de haber seguido ciegamente las instrucciones empecé a recibir una serie de enigmáticas invitaciones, allí, en el dichoso tablerito.
Tal parece, entonces, que el rectangulito que dice "Viva la gaita", "A azotar baldosa se dijo" y "J'ai vendu ton âme au diable" resultó ser una buena adquisición.
[ Autrefois — Pink Martini ]
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