Batata
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy domingo, septiembre 17, 2006 a las 9:12 p. m..
Mi amiga Qian vino a visitarme hoy en la tarde. Es la primera vez que un conocido decide hacer todo el recorrido hasta acá, dado lo poco turístico que este paraje en la prefectura de Tokio. Después de un intercambio de souvenires salimos a ver las inmediaciones de la universidad, que más se asemejan a una onírica traducción de mi barrio en Bogotá que al Tokio cosmopolita que todo el mundo conoce o imagina.
La llovizna que nos venía persiguiendo desde el principio de nuestro recorrido arreció, por lo que nos refugiamos en unas bancas ubicadas en el garaje de un templo budista. Los temas se perdían en el agua que bajaba por entre las bajantes de cascabel mientras saboreábamos un dulce cuya textura me gustaría ubicar en un punto medio entre la gelatina de pata y el bocadillo pese a que el sabor es completamente distinto.
El silencio fue roto gradualmente por un quejido lastimero que se acercaba al templo lenta, casi que agónicamente: yaaaaaakiiiiiiiiiiiiiimooooooooo... yaaaaaaaaakiiiiiiiiiiiimooooo... Qian, presa del usual espíritu aventurero que la llevó a seguirme hacia un laberinto de maizales el verano en que nos conocimos, asomó la mirada por encima de la cerca para encontrar una camioneta avanzando a velocidad humana con un letrero iluminado en escarlata sobre el techo: “yakiimo” (“batata asada”). Como en una escena digna de programa barato de videos policiacos de la vida real, la seguimos desde una distancia prudente y sin amago alguno de correr mientras Qian gritaba “sumimaseeeeeeen” (“disculpeeeeee”), hasta que al fin se hizo a una orilla de la vía. Un señor de mediana edad y aspecto amable emergió del vehículo.
En la parte de atrás de la camioneta había una gran caja metálica en la que se mantenían calientes unas cuantas batatas enteras ubicadas sobre piedras.
—¿Qué tiene?— preguntó Qian.
—Batatas asadas— respondió él.
—Deme dos.
—Quinientos yenes.
—¿¡A quinientos yenes!?
—Dos a quinientos.
—Ah, bueno.
El señor las metió en una bolsa de papel que me entregó mientras advertía que estaban calientes. Mi amiga pagó y le tomó fotos a la ingeniosa venta para volver a nuestro puesto en el garaje del templo. Una vez terminado el festín nos dispusimos a regresar.
—¿Todo está bien?— preguntó el dueño del templo, quien llevaba un buen rato charlando con otro señor a la entrada del edificio y sonreía.
—Sí, muchas gracias, disculpe por incomodar—, respondió Qian.
La pureza de estos momentos me desconcierta.
[ Always in My Head — Psapp ]
La llovizna que nos venía persiguiendo desde el principio de nuestro recorrido arreció, por lo que nos refugiamos en unas bancas ubicadas en el garaje de un templo budista. Los temas se perdían en el agua que bajaba por entre las bajantes de cascabel mientras saboreábamos un dulce cuya textura me gustaría ubicar en un punto medio entre la gelatina de pata y el bocadillo pese a que el sabor es completamente distinto.
El silencio fue roto gradualmente por un quejido lastimero que se acercaba al templo lenta, casi que agónicamente: yaaaaaakiiiiiiiiiiiiiimooooooooo... yaaaaaaaaakiiiiiiiiiiiimooooo... Qian, presa del usual espíritu aventurero que la llevó a seguirme hacia un laberinto de maizales el verano en que nos conocimos, asomó la mirada por encima de la cerca para encontrar una camioneta avanzando a velocidad humana con un letrero iluminado en escarlata sobre el techo: “yakiimo” (“batata asada”). Como en una escena digna de programa barato de videos policiacos de la vida real, la seguimos desde una distancia prudente y sin amago alguno de correr mientras Qian gritaba “sumimaseeeeeeen” (“disculpeeeeee”), hasta que al fin se hizo a una orilla de la vía. Un señor de mediana edad y aspecto amable emergió del vehículo.
En la parte de atrás de la camioneta había una gran caja metálica en la que se mantenían calientes unas cuantas batatas enteras ubicadas sobre piedras.
—¿Qué tiene?— preguntó Qian.
—Batatas asadas— respondió él.
—Deme dos.
—Quinientos yenes.
—¿¡A quinientos yenes!?
—Dos a quinientos.
—Ah, bueno.
El señor las metió en una bolsa de papel que me entregó mientras advertía que estaban calientes. Mi amiga pagó y le tomó fotos a la ingeniosa venta para volver a nuestro puesto en el garaje del templo. Una vez terminado el festín nos dispusimos a regresar.
—¿Todo está bien?— preguntó el dueño del templo, quien llevaba un buen rato charlando con otro señor a la entrada del edificio y sonreía.
—Sí, muchas gracias, disculpe por incomodar—, respondió Qian.
La pureza de estos momentos me desconcierta.
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