Cuando recobré la conciencia ayer en la mañana, yo estaba en el borde de la cama y contra la pared había una japonesa durmiendo profundamente.
Sugestivo, deseable para algunos; un escenario de doble sentido como antesala a un relato insulso que aún no atino a comprender.
Alicia —llamémosla Alicia; al fin y al cabo no nos alejamos demasiado del nombre real— escribió el domingo por la noche para preguntarme si volveríamos a estudiar alemán. Se hacía tarde, pero decidí aprovechar el momento para interactuar con un ser humano y olvidar las posibles futuras amarguras de mi próximo cumpleaños. De todas maneras el examen cubría demasiados temas cuyas explicaciones en japonés y escasez de práctica me dejarían a merced de la suerte.
Mi cuarto, despreciado durante los primeros días en el pueblo, se convirtió en una mansión a los ojos de la pequeña Alicia, que lo contemplaba todo —el baño derruido, la foto de Himura, la pared adornada de recortes de calendario— dejando escapar grititos de emoción. Conociendo la caja en la que duerme al otro lado del conjunto de dormitorios, cualquier gruta habría producido el mismo efecto que mi vieja habitación embellecida a las malas.
Y quién quería estudiar gramática alemana cuando era más interesante balbucear al unísono canciones de Wir sind Helden y ver a la estudiante extranjera señalando los retratos que rotaban en la pantalla de su computador, cuadros de praderas verdes, de horizontes imposiblemente grises, de piscinas interrumpidas por los contornos de dos sonrisas cómplices. Alicia preguntaba cuánto costaría ir a conocer aquellas empinadas calles empedradas. La cifra, demasiado alta, fue para ella una invitación a ahorrar para poder conocer el otro lado del planeta, el que despierta en mis recuerdos con destellos dorados sobre el contorno de una fría montaña, con un cielo azul perfecto chocando contra los edificios que aún no perecen bajo la mole gris rosácea de la cansada cotidianidad.
Cuando nos cansamos de luchar contra el cansancio y reglas que parecían obvias sobre el libro pero luego ya no sobre el papel, Alicia me preguntó si podría quedarse a dormir. ¿Aquí?—la obvia sorpresa del morador que no gusta de su guarida. ¿Ahora?—lo que los prejuicios adquiridos de sopetón no esperaban de una nativa de esta isla de frialdad sonriente. Era demasiado tarde para digerir lo que estaba sucediendo, demasiado tarde también para hacer de esta improvisada piyamada un intercambio de chismes y consejos de belleza. Ya era lunes y el lunes había clase a la primera hora.
Cuando volví a abrir los ojos, cuatro horas después, yo estaba al borde de la cama y contra la pared había una niña japonesa durmiendo profundamente. Los hechos que habían desembocado en esta escena no me eran en absoluto claros, pero no había tiempo siquiera para volver a preguntármelo—había que hacer el desayuno.
[ Tanz der Moleküle — MIA. ]
Sugestivo, deseable para algunos; un escenario de doble sentido como antesala a un relato insulso que aún no atino a comprender.
Alicia —llamémosla Alicia; al fin y al cabo no nos alejamos demasiado del nombre real— escribió el domingo por la noche para preguntarme si volveríamos a estudiar alemán. Se hacía tarde, pero decidí aprovechar el momento para interactuar con un ser humano y olvidar las posibles futuras amarguras de mi próximo cumpleaños. De todas maneras el examen cubría demasiados temas cuyas explicaciones en japonés y escasez de práctica me dejarían a merced de la suerte.
Mi cuarto, despreciado durante los primeros días en el pueblo, se convirtió en una mansión a los ojos de la pequeña Alicia, que lo contemplaba todo —el baño derruido, la foto de Himura, la pared adornada de recortes de calendario— dejando escapar grititos de emoción. Conociendo la caja en la que duerme al otro lado del conjunto de dormitorios, cualquier gruta habría producido el mismo efecto que mi vieja habitación embellecida a las malas.
Y quién quería estudiar gramática alemana cuando era más interesante balbucear al unísono canciones de Wir sind Helden y ver a la estudiante extranjera señalando los retratos que rotaban en la pantalla de su computador, cuadros de praderas verdes, de horizontes imposiblemente grises, de piscinas interrumpidas por los contornos de dos sonrisas cómplices. Alicia preguntaba cuánto costaría ir a conocer aquellas empinadas calles empedradas. La cifra, demasiado alta, fue para ella una invitación a ahorrar para poder conocer el otro lado del planeta, el que despierta en mis recuerdos con destellos dorados sobre el contorno de una fría montaña, con un cielo azul perfecto chocando contra los edificios que aún no perecen bajo la mole gris rosácea de la cansada cotidianidad.
Cuando nos cansamos de luchar contra el cansancio y reglas que parecían obvias sobre el libro pero luego ya no sobre el papel, Alicia me preguntó si podría quedarse a dormir. ¿Aquí?—la obvia sorpresa del morador que no gusta de su guarida. ¿Ahora?—lo que los prejuicios adquiridos de sopetón no esperaban de una nativa de esta isla de frialdad sonriente. Era demasiado tarde para digerir lo que estaba sucediendo, demasiado tarde también para hacer de esta improvisada piyamada un intercambio de chismes y consejos de belleza. Ya era lunes y el lunes había clase a la primera hora.
Cuando volví a abrir los ojos, cuatro horas después, yo estaba al borde de la cama y contra la pared había una niña japonesa durmiendo profundamente. Los hechos que habían desembocado en esta escena no me eran en absoluto claros, pero no había tiempo siquiera para volver a preguntármelo—había que hacer el desayuno.
[ Tanz der Moleküle — MIA. ]
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