Ajisai es un restaurante pequeñito recientemente abierto en Kasuga, un barrio de Tsukuba ubicado entre la universidad y un radiotelescopio. Es un espacio con apenas dos mesas cubiertas con manteles de caucho, manejado por una señora con fuerte acento de Ibaraki que abre cuando se le viene en gana. Por un precio bastante razonable, la señora sirve comida casera de tamaño decente y encima café o té con derecho a repetición hasta que muera la conversación entre todos los comensales y ella. Esta noche una de las mesas es ocupada por un estudiante de educación física, beisbolista, y uno de cultura comparada que no cesa de rascarse el pecho bajo la camisa. No vienen juntos, pero eso no impide que fluya la conversación.
En la otra mesa hay una pareja que conversa en inglés. El hombre, tal vez malayo, habla el idioma con elegante acento británico pero su japonés es sorprendentemente bueno. La mujer podría ser de cualquier parte. Su inglés americano brota a borbotones, inundando el vaso de agua y luego la bandeja con sopa de miso, arroz, omelette con salsa de tomate y trocitos de calamar. El deportista, exhortado por la patrona tras admitir que no entiende nada de lo que dicen, dirige una pregunta a la joven. Ella no se da por aludida y sigue hablando rapidísimo, gesticulando sin parar. Él insiste hasta que ella se da cuenta. Al principio no entiende la pregunta, su cabeza confundida con un idioma que lleva semanas sin usar.
—¿De qué país viene?—repite el deportista, seguido de un eco de ayuda por parte del interlocutor original.
—Ah, sí. De Colombia.
—Colombia...
—Suramérica—, ayuda ella.
—¿Y usted?
Esta vez la pregunta va dirigida al presunto malayo.
—Yo soy de la prefectura de Nara.
—Oh, su inglés es demasiado bueno para ser japonés.
—¿Verdad que sí?— la extranjera dice, sonriente. Es la única frase que emite sin titubear. Durante el resto de la conversación ella procura limitarse a reír y hacer comentarios cortos. No tiene mucha confianza en su dominio del japonés y lo vive olvidando. Además, le avergüenza hablar esta lengua frente al hombre que hasta hace dos minutos la escuchaba atentamente. No obstante, el estudiante de educación física y la dueña la bombardean con preguntas: ¿Qué le parecen los hombres japoneses? ("Demasiado tímidos".) ¿Cuál es su celebridad japonesa favorita? ("Creo que los japoneses del común son más guapos".) ¿Por qué vino a Japón? ("Me empezó a interesar la cultura japonesa por Dekirukana, pero llegué más que todo por suerte".)
Un par de horas, dos tazas de té verde y muchos temas después, el beisbolista se abriga, paga y parte. Pide perdón por haber interrumpido la conversación de la pareja, gesto al que no se une la patrona; es obvio que lo que no se paga con dinero se hace manteniéndola entretenida. "Hasta una próxima ocasión", se despide. Inmediatamente después, el malayo que resultó siendo japonés y la extranjera cuyo país de origen da lo mismo abandonan el recinto también.
—Me habías dicho que este era un restaurante casero, pero no sabía que lo sería tanto—, observa él desde un escalón al otro lado de la puerta corrediza. Ella aún le debe un recuento de sus vacaciones de invierno. Alcanzarán la medianoche en un restaurante familiar de cadena sorbiendo té y cocoa caliente. A su alrededor habrá mucha más gente, pero nadie los incluirá en sus conversaciones.
[ All My Friends — LCD Soundsystem ]
En la otra mesa hay una pareja que conversa en inglés. El hombre, tal vez malayo, habla el idioma con elegante acento británico pero su japonés es sorprendentemente bueno. La mujer podría ser de cualquier parte. Su inglés americano brota a borbotones, inundando el vaso de agua y luego la bandeja con sopa de miso, arroz, omelette con salsa de tomate y trocitos de calamar. El deportista, exhortado por la patrona tras admitir que no entiende nada de lo que dicen, dirige una pregunta a la joven. Ella no se da por aludida y sigue hablando rapidísimo, gesticulando sin parar. Él insiste hasta que ella se da cuenta. Al principio no entiende la pregunta, su cabeza confundida con un idioma que lleva semanas sin usar.
—¿De qué país viene?—repite el deportista, seguido de un eco de ayuda por parte del interlocutor original.
—Ah, sí. De Colombia.
—Colombia...
—Suramérica—, ayuda ella.
—¿Y usted?
Esta vez la pregunta va dirigida al presunto malayo.
—Yo soy de la prefectura de Nara.
—Oh, su inglés es demasiado bueno para ser japonés.
—¿Verdad que sí?— la extranjera dice, sonriente. Es la única frase que emite sin titubear. Durante el resto de la conversación ella procura limitarse a reír y hacer comentarios cortos. No tiene mucha confianza en su dominio del japonés y lo vive olvidando. Además, le avergüenza hablar esta lengua frente al hombre que hasta hace dos minutos la escuchaba atentamente. No obstante, el estudiante de educación física y la dueña la bombardean con preguntas: ¿Qué le parecen los hombres japoneses? ("Demasiado tímidos".) ¿Cuál es su celebridad japonesa favorita? ("Creo que los japoneses del común son más guapos".) ¿Por qué vino a Japón? ("Me empezó a interesar la cultura japonesa por Dekirukana, pero llegué más que todo por suerte".)
Un par de horas, dos tazas de té verde y muchos temas después, el beisbolista se abriga, paga y parte. Pide perdón por haber interrumpido la conversación de la pareja, gesto al que no se une la patrona; es obvio que lo que no se paga con dinero se hace manteniéndola entretenida. "Hasta una próxima ocasión", se despide. Inmediatamente después, el malayo que resultó siendo japonés y la extranjera cuyo país de origen da lo mismo abandonan el recinto también.
—Me habías dicho que este era un restaurante casero, pero no sabía que lo sería tanto—, observa él desde un escalón al otro lado de la puerta corrediza. Ella aún le debe un recuento de sus vacaciones de invierno. Alcanzarán la medianoche en un restaurante familiar de cadena sorbiendo té y cocoa caliente. A su alrededor habrá mucha más gente, pero nadie los incluirá en sus conversaciones.
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