お待たせいたしました。Olavia Kite ha regresado, esta vez transmitiendo desde la capital del bosque, la gloriosa y nunca bien ponderada universidad de Tsukuba, a 45 minutos de Tokio. De nuevo me hallo sin Internet en el cuarto, escribiendo desde la biblioteca. Ya me ardían los dedos de todo lo que quise gritar al vacío y no pude.
Tomar el tren a Tsukuba es como entrar en un agujero de gusano para salir a una dimensión paralela, ajena a Japón pero con su mismo idioma. Todo es espacioso, demasiado espacioso. Hay una cantidad impresionante de restaurantes italianos, inclusive hay una cafetería italiana dentro de la misma universidad. Gracias a la gran extensión que cubre el pueblo, para desplazarse hay que montar en bicicleta o tomar un bus que tarda una eternidad en llegar. Estimo que para mediados de este año tendré unas piernas de ataque con tanta caminata.
Lo extraño de todo es que desde que llegué acá me he visto invadida por una inexpugnable sensación de abandono, como si más allá del bosque que rodea el dormitorio, más allá de los caminitos bordeados por cerezos no existiera más que una vasta llanura desierta. Siento como si el edificio en el que ronca mi nevera heredada fuera el último lugar del mundo, el borde de un planeta plano, una trenza de concreto y grama enroscándose para formar una única incierta isla fuera de la cual los asentamientos humanos son hipótesis.
Este fin de semana voy a pagar más de mil yenes para cruzar el agujero de gusano de vuelta a la loca realidad del archipiélago japonés, comer en Yoshinoya y encontrarme con Marikit y Chee Siang, a quienes extraño más de lo que quisiera aceptar.
[ aviso de cierre de la biblioteca ]
Tomar el tren a Tsukuba es como entrar en un agujero de gusano para salir a una dimensión paralela, ajena a Japón pero con su mismo idioma. Todo es espacioso, demasiado espacioso. Hay una cantidad impresionante de restaurantes italianos, inclusive hay una cafetería italiana dentro de la misma universidad. Gracias a la gran extensión que cubre el pueblo, para desplazarse hay que montar en bicicleta o tomar un bus que tarda una eternidad en llegar. Estimo que para mediados de este año tendré unas piernas de ataque con tanta caminata.
Lo extraño de todo es que desde que llegué acá me he visto invadida por una inexpugnable sensación de abandono, como si más allá del bosque que rodea el dormitorio, más allá de los caminitos bordeados por cerezos no existiera más que una vasta llanura desierta. Siento como si el edificio en el que ronca mi nevera heredada fuera el último lugar del mundo, el borde de un planeta plano, una trenza de concreto y grama enroscándose para formar una única incierta isla fuera de la cual los asentamientos humanos son hipótesis.
Este fin de semana voy a pagar más de mil yenes para cruzar el agujero de gusano de vuelta a la loca realidad del archipiélago japonés, comer en Yoshinoya y encontrarme con Marikit y Chee Siang, a quienes extraño más de lo que quisiera aceptar.
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