Damnatio memoriae
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy sábado, febrero 09, 2008 a las 8:14 p. m..
La memoria, esa traicionera caja de sorpresas.
Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.
Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.
Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:
Las mandarinas no estaban allí.
Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.
¡He creado un recuerdo ficticio!
Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.
O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.
*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.
[ Hide and Seek — Imogen Heap ]
Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.
Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.
Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:
Las mandarinas no estaban allí.
Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.
¡He creado un recuerdo ficticio!
Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.
O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.
*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.
[ Hide and Seek — Imogen Heap ]
Etiquetas: chasco, dubuque, monogatari
0 dimes y diretes para “Damnatio memoriae”
Publicar un comentario
Será comentar, porque qué más.