¿Envidia?
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy viernes, febrero 29, 2008 a las 2:20 p. m..
"Society tells women that their appearance is their most important trait, so the quickest way to silence a woman is to tell her that she is ugly."
—Naomi Wolf, The Beauty Myth
Cuando mujeres como yo criticamos los cada vez más fantasiosos cánones de belleza impartidos por los medios y la industria cosmética, se dice que nuestra reprobación necesariamente surge de la envidia que produce el no hacer parte de aquel 'selecto grupo' de mujeres cuyos rasgos corresponden a las exigencias de quienes pretenden vendernos el éxito contenido en fórmulas y prótesis. Creen que, como la zorra, miramos con desdén a quienes 'lo han logrado' y decimos que "estaban verdes". Sin embargo, ¿qué es aquello que han logrado que las demás debemos envidiar? ¿Así de despreciables son nuestras opiniones sobre nosotras mismas?
En nuestra sociedad persiste aún la vieja idea de que las ambiciones de las mujeres están necesariamente ligadas a la apariencia personal: ser la más linda de la fiesta, levantar miradas por donde se pase, ser reina de belleza, atrapar un marido rico y buen mozo, no envejecer nunca. Inclusive el desempeño profesional sigue viéndose juzgado a través de la apariencia. Con base en esta creencia es fácil implantar un modelo de lo comercialmente aceptado como bello con el fin de incrementar las ventas de productos que prometen el éxito asociado con dicha belleza, generalmente a costa de la autoestima de quien los ha de consumir.
Creer en la belleza por fuera del molde preparado por la industria es no caer en su trampa, y por lo tanto es estigmatizado. La sociedad de hoy en día no me permite decirles que si me miro en un espejo de cuerpo entero me gusta lo que veo. ¡Cómo osa decir tamaña desfachatez si [inserte defecto aquí]! Es un pecado quererse tal como se es (ojo, no estoy usando el término "aceptarse", que tiene un dejo de resignación) si no se tiene una figura que justifique tal amor propio. La ausencia del deseo de alterar nuestro físico, ya sea mediante el hambre, las cirugías o las fajas, denota—según nos hacen creer—un cómodo derrotismo ante la imposibilidad de alcanzar el secretamente anhelado 'mejor yo'. Sin embargo, no existe tal versión mejorada: es la imagen de alguien más, un ser irreal a quien estamos obligadas a parecernos lo más posible para encajar en unos estándares de feminidad completamente arbitrarios.
Sandra Lee Bartky señala que el conseguir un cuerpo bello o sexy trae para la mujer atención y admiración, mas no respeto ni poder social. Decir que el discurso en contra de lo que Naomi Wolf denominaría "el mito de la belleza" es un simple subproducto de la envidia es afirmar que la mujer prefiere su valor como espectáculo a aquel como persona. Si bien hemos sido acostumbradas a vernos observadas, nuestra existencia no se limita a ese aspecto. La validez de nuestra opinión no tiene por qué depender de nuestra apariencia física. No estamos en obligación de creer a pies juntillas lo que los medios y la industria pretenden decir acerca de nosotras. Por el contrario, tenemos el deber de rebatir estos mitos y romper las cadenas de estricto autocontrol que nos han vendido como 'feminidad'.
Algunos siguen creyendo que las revistas de moda hablan por nosotras, que no tenemos el poder de decidir sobre nuestro propio cuerpo y necesitamos que alguien más nos diga cómo es que queremos ser. Es hora de que nos escuchen sin el convencimiento de que nos tienen descifradas sólo porque unos pocos nos han metido por los ojos la falsa idea de que así es.
En nuestra sociedad persiste aún la vieja idea de que las ambiciones de las mujeres están necesariamente ligadas a la apariencia personal: ser la más linda de la fiesta, levantar miradas por donde se pase, ser reina de belleza, atrapar un marido rico y buen mozo, no envejecer nunca. Inclusive el desempeño profesional sigue viéndose juzgado a través de la apariencia. Con base en esta creencia es fácil implantar un modelo de lo comercialmente aceptado como bello con el fin de incrementar las ventas de productos que prometen el éxito asociado con dicha belleza, generalmente a costa de la autoestima de quien los ha de consumir.
Creer en la belleza por fuera del molde preparado por la industria es no caer en su trampa, y por lo tanto es estigmatizado. La sociedad de hoy en día no me permite decirles que si me miro en un espejo de cuerpo entero me gusta lo que veo. ¡Cómo osa decir tamaña desfachatez si [inserte defecto aquí]! Es un pecado quererse tal como se es (ojo, no estoy usando el término "aceptarse", que tiene un dejo de resignación) si no se tiene una figura que justifique tal amor propio. La ausencia del deseo de alterar nuestro físico, ya sea mediante el hambre, las cirugías o las fajas, denota—según nos hacen creer—un cómodo derrotismo ante la imposibilidad de alcanzar el secretamente anhelado 'mejor yo'. Sin embargo, no existe tal versión mejorada: es la imagen de alguien más, un ser irreal a quien estamos obligadas a parecernos lo más posible para encajar en unos estándares de feminidad completamente arbitrarios.
Sandra Lee Bartky señala que el conseguir un cuerpo bello o sexy trae para la mujer atención y admiración, mas no respeto ni poder social. Decir que el discurso en contra de lo que Naomi Wolf denominaría "el mito de la belleza" es un simple subproducto de la envidia es afirmar que la mujer prefiere su valor como espectáculo a aquel como persona. Si bien hemos sido acostumbradas a vernos observadas, nuestra existencia no se limita a ese aspecto. La validez de nuestra opinión no tiene por qué depender de nuestra apariencia física. No estamos en obligación de creer a pies juntillas lo que los medios y la industria pretenden decir acerca de nosotras. Por el contrario, tenemos el deber de rebatir estos mitos y romper las cadenas de estricto autocontrol que nos han vendido como 'feminidad'.
Algunos siguen creyendo que las revistas de moda hablan por nosotras, que no tenemos el poder de decidir sobre nuestro propio cuerpo y necesitamos que alguien más nos diga cómo es que queremos ser. Es hora de que nos escuchen sin el convencimiento de que nos tienen descifradas sólo porque unos pocos nos han metido por los ojos la falsa idea de que así es.
[ Chacarera de un triste — Los Chalchaleros ]
Así se ve una piscina en medio de una sala
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy sábado, febrero 23, 2008 a las 6:58 p. m..
Cuando tenía 12 años, las niñas de mi curso solían preguntarse entre ellas si tenían novio, traga o amor platónico. Para ser considerada normal, una debía tener al menos uno de los tres. Hasta la mejor alumna del curso tenía un amor platónico. La más exitosa era aquella niña que se había cuadrado con Simón—de su conjunto, claro, porque todos los novios, las tragas y los amores platónicos emergían invariablemente en inmediaciones de la casa de una. Siempre nos contaba sobre las frecuentes sesiones de besos que sostenía con él. Un día le pregunté cuánto tiempo duraba cada beso. "Seis o siete minutos", me contestó.
Pero yo había dejado de salir a jugar con mis vecinos hacía ya tiempo. Ese año yo estaba descubriendo de la mano de Mr. Barfield, mi profesor de inglés y geografía, que lo mío era escribir cuentos y hablar con gente mayor, así se quedara dormida en la mitad de una frase en el bus del colegio. Además, los niños de mi conjunto eran horribles y Leonardo DiCaprio tenía cara de niña. Me habría quedado de mil amores con Paul McCartney pero, desgraciadamente, él ya estaba viejo y lucía una especie de mullet rojizo desagradable. Así que cuando la ineludible pregunta llegaba, yo no tenía ninguna respuesta satisfactoria que ofrecer.
Tal vez haya derivado del escándalo de poseer un corazón distraído el que durante un paseo a Villa de Leyva, una noche en la que casi todo el curso se reunió en un cuarto adornado con un aterrador pirograbado de Jesucristo para hablar mal de las ausentes, alguien me confesara que de mí se decía que era "infantil". Nada nuevo. Al fin y al cabo siempre habían tenido alguna excusa para echar pestes de mí. Primero habían sido las buenas notas, ahora la ausencia de hombres en mi vida, pronto mi léxico y poco después la fealdad. El bachillerato hasta ahora empezaba, y según mis coetáneas yo era un exótico caso de mojigatería jamás visto desde la cacería de brujas en Salem.
El convencimiento de mis compañeras respecto de mi extremista inocencia adquirió tintes legendarios. Me rodeaban de cuando en cuando para ver si podían sacar de mi boca una grosería. Una vez oí desde mi puesto que la niña del pupitre de al lado se preguntaba con un par más por qué los labios son una zona erógena. Yo levanté la mirada y la dirigí hacia ella pensando en Desmond Morris, pero ella frenó en seco y dio por terminada la conversación, como si yo fuera a cubrirme los oídos y aullar "¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!" Años más adelante, al final de una reunión de despedida en un asadero me tomaron una foto con una copa de aguardiente, porque mi mano tocando un receptáculo con alcohol era una novedad, una ocasión irrepetible digna de ser inmortalizada.
A nadie se le ocurrió preguntarme qué pensaba, qué sabía, qué hacía. Igual para qué, si es tan fácil darlo todo por sentado. Cool, uncool. Nos mirábamos frente a frente, ellas y yo, y era como ver en un espejo el reflejo de lo que uno jamás querría llegar a ser en la vida. Yo tampoco exhibí interés alguno en conocerlas. Años después seguiría dando lo mismo recordar sus nombres o no.
Un 15 de junio me puse el uniforme de colores chillones por última vez. Esa noche miré a la segunda de la lista, sentada a mi derecha en el coliseo del colegio, y tuve la entera certeza de que aquella sería la última vez que la vería. Llamaron mi nombre y con alivio recogí mi diploma de bachiller. Desde entonces no volví a saber nada de ellas. De la mayoría de ellas, al menos.
[ Why — Annie Lennox ]
Pero yo había dejado de salir a jugar con mis vecinos hacía ya tiempo. Ese año yo estaba descubriendo de la mano de Mr. Barfield, mi profesor de inglés y geografía, que lo mío era escribir cuentos y hablar con gente mayor, así se quedara dormida en la mitad de una frase en el bus del colegio. Además, los niños de mi conjunto eran horribles y Leonardo DiCaprio tenía cara de niña. Me habría quedado de mil amores con Paul McCartney pero, desgraciadamente, él ya estaba viejo y lucía una especie de mullet rojizo desagradable. Así que cuando la ineludible pregunta llegaba, yo no tenía ninguna respuesta satisfactoria que ofrecer.
Tal vez haya derivado del escándalo de poseer un corazón distraído el que durante un paseo a Villa de Leyva, una noche en la que casi todo el curso se reunió en un cuarto adornado con un aterrador pirograbado de Jesucristo para hablar mal de las ausentes, alguien me confesara que de mí se decía que era "infantil". Nada nuevo. Al fin y al cabo siempre habían tenido alguna excusa para echar pestes de mí. Primero habían sido las buenas notas, ahora la ausencia de hombres en mi vida, pronto mi léxico y poco después la fealdad. El bachillerato hasta ahora empezaba, y según mis coetáneas yo era un exótico caso de mojigatería jamás visto desde la cacería de brujas en Salem.
El convencimiento de mis compañeras respecto de mi extremista inocencia adquirió tintes legendarios. Me rodeaban de cuando en cuando para ver si podían sacar de mi boca una grosería. Una vez oí desde mi puesto que la niña del pupitre de al lado se preguntaba con un par más por qué los labios son una zona erógena. Yo levanté la mirada y la dirigí hacia ella pensando en Desmond Morris, pero ella frenó en seco y dio por terminada la conversación, como si yo fuera a cubrirme los oídos y aullar "¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!" Años más adelante, al final de una reunión de despedida en un asadero me tomaron una foto con una copa de aguardiente, porque mi mano tocando un receptáculo con alcohol era una novedad, una ocasión irrepetible digna de ser inmortalizada.
A nadie se le ocurrió preguntarme qué pensaba, qué sabía, qué hacía. Igual para qué, si es tan fácil darlo todo por sentado. Cool, uncool. Nos mirábamos frente a frente, ellas y yo, y era como ver en un espejo el reflejo de lo que uno jamás querría llegar a ser en la vida. Yo tampoco exhibí interés alguno en conocerlas. Años después seguiría dando lo mismo recordar sus nombres o no.
Un 15 de junio me puse el uniforme de colores chillones por última vez. Esa noche miré a la segunda de la lista, sentada a mi derecha en el coliseo del colegio, y tuve la entera certeza de que aquella sería la última vez que la vería. Llamaron mi nombre y con alivio recogí mi diploma de bachiller. Desde entonces no volví a saber nada de ellas. De la mayoría de ellas, al menos.
[ Why — Annie Lennox ]
Etiquetas: reminiscencias, sfr
En los últimos trece días:
[ La femme chocolat — Olivia Ruiz ]
- Me hice a un montón de muebles usados para mi próximo apartamento
- Y a una colección de conchas de mar
- Aunque el apartamento está en veremos
- Le di un regalo de cumpleaños a Keisuke
- Y no lo volví a ver
- Dañé mi cámara
- Y la reparé yo solita
- Confirmé el infinito cariño que le tengo a ese aparato
- Busqué como desquiciada un efímero hit de los años 90 (Steal Your Love Away, de Gemini)
- Lo peor de todo es que hace años tuve el archivo, pero luego me fui a Estados Unidos y quién sabe si se habrá perdido en las mil y una formateadas a las que han sido sometidos los computadores de la casa
- Encontré consuelo musical en Jeanne Cherhal, Olivia Ruiz y Emily Loizeau
- Y Emilie Simon no deja de sorprenderme
- Tuve serias dudas respecto de mi carrera
- Pero al final volví al remanso de la literatura
- Igual lo importante por ahora es graduarme de algo
- ¿Y el arte? ¿Y la música?
- Me reuní a estudiar con Alicia
- Y me convencí de que realmente tengo una amiga japonesa
- Hicimos sesión de fotos
- Recibí galletas caseras de San Valentín de parte de una niña que nunca antes me había dirigido la palabra
- Y una chocolatina de Alicia
- Le di consejo a otra compañera de clase sobre un asunto personal
- Japonesa + asunto personal = milagro
- Qué cantidad de pervertidos hay en este pueblo
- Fui a Matsudo, Chiba, a reunirme con mis sempais
- Hasta ahora conozco a varios de ellos
- Cuánta sabrosura
- Seis colombianos en un apartamento en Japón, es demasiado extraño
- Pasé una tarde en Tokio con Chee Siang antes de su partida
- En la heladería de Asakusa, ahora el vaso L trae tres sabores en vez de dos y vale lo mismo
- Chocofresa, té verde y grosella negra
- A la despedida se dejó dar un beso en la mejilla
- El contacto físico ha sido todo un proceso con él
- Hace más de un año intenté la misma gracia y saltó como gato mojado
- Caray, cómo quiero a ese hombre
- Tuve una charla necesaria con Monique
- ¿Reveladora? ¿O la veía venir?
- ¿Y ahora, qué sigue?
- Organicé una exposición sobre el chocolate en Mesoamérica en cuestión de horas
- No, no salió muy bien que digamos
- No, no me importa
- No, no quiero ser ni historiadora ni antropóloga
- Chee Siang llamó a despedirse
- Regresa en un mes
- Lo voy a extrañar
- Bueno, siempre lo he extrañado
[ La femme chocolat — Olivia Ruiz ]
Damnatio memoriae
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy sábado, febrero 09, 2008 a las 8:14 p. m..
La memoria, esa traicionera caja de sorpresas.
Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.
Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.
Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:
Las mandarinas no estaban allí.
Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.
¡He creado un recuerdo ficticio!
Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.
O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.
*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.
[ Hide and Seek — Imogen Heap ]
Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.
Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.
Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:
Las mandarinas no estaban allí.
Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.
¡He creado un recuerdo ficticio!
Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.
O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.
*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.
[ Hide and Seek — Imogen Heap ]
Etiquetas: chasco, dubuque, monogatari
La marcha
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy miércoles, febrero 06, 2008 a las 10:51 a. m..
Un viejo amigo me preguntó si había ido a protestar el 3 de febrero en Tokio.
Le dije que no.
Dejó de hablarme.
[ La leyenda del tiempo — Camarón de la Isla ]
Le dije que no.
Dejó de hablarme.
[ La leyenda del tiempo — Camarón de la Isla ]