Doblepensar

El blog favorito de la mamá de Olavia Kite.


Calling Mothership

A veces sucede que transcurren días enteros sin intercambiar palabra con ser humano alguno. No es que uno así lo decida, simplemente ocurre. Uno permanece en el apartamento viendo cambiar el color del cielo y pasa del futón al computador, del computador al baño, del baño al armario, del armario a la cocina y de ahí de vuelta al computador. El teléfono tampoco se hace oír y queda olvidado entre los pliegues de alguna cobija.

En esos días a uno se le olvida que tiene voz, llegando incluso a sorprenderse con el sonido quedo de un "¡au!" tras un golpe. ¿Qué harán las otras personas mientras uno deja pasar así las nubes y la vida? El eco de la pregunta ni siquiera retumba durante mucho tiempo; las otras personas simplemente no existen. El apartamento es una especie de estación espacial de un solo tripulante que funciona a las mil maravillas siempre y cuando haya comida en la alacena. Ante el descubrimiento de la nevera vacía (o llena de accesorios que de por sí no constituyen una merienda) no queda otro recurso que emprender una expedición al combini.

Salir a la calle no remedia la situación: las aceras se encuentran completamente desiertas y el camino al combini no revela mayor cosa—a lo sumo un auto, tres bicicletas raudas y un montón de hojas secas. La cajera pronuncia un par de fórmulas de cortesía que no se pueden considerar elementos de una conversación y a cambio uno a lo sumo masculla un gutural "gracias" que se perderá entre la abominable música que impera en el recinto. Al regreso, nada habrá cambiado.

El único indicio de un intercambio de ideas durante la temporada de aislamiento se da en Internet. Un leve zumbido basta para que uno abandone cualquier actividad y salte al escritorio como felino a su presa, como si uno hubiera estado monitoreando el radiotelescopio que hay a la salida del barrio y esta fuera importante evidencia de la existencia de vida fuera de Tsukuba. Desde el otro lado del planeta—o del sistema solar, da lo mismo—alguien anda desvelado y al no hallar otro interlocutor disponible recurre al único nombre que titila en la lista de conectados. Cómo estás, qué has hecho: la estación especial flota en medio de los arrozales y las respuestas—bien, nada, aquí, y tú—cruzan raudas los océanos. Desde allá mandan a decir que acá uno lo tiene todo porque este país es este país y no el que figura en el pasaporte y que no creen en la tal soledad de la que uno tanto se queja. De este lado un grillo salta sobre un escalón del pasillo, produciendo un ruido sordo sobre el concreto, como si estuviera hecho de papel plegado.

Tarde o temprano la conversación muere (falsa alarma: en el vacío no hay más que ausencia) y una vez más uno se encuentra observando con excesiva atención la leve formación de hongos en el cielorraso sobre el aire acondicionado. Pronto será hora de comer. Luego el sol se pondrá y será mejor dormir, dada la inutilidad de la penumbra. Nada que hacer. Hay días así.


[ Destination Vertical — Masha Qrella ]

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Una visita real

Ha habido un gran revuelo en mi universidad en los últimos días. Un día desaparecieron los camelios entre los cuales anidaban las arañas otoñales que parecían pender sobre nuestras cabezas a la entrada del edificio de mi facultad. Después Daniel, compañero de la clase de español que dicto los viernes, nos avisó que había sido invitado a conocer a los Reyes de España porque venían a Japón. Pasadas unas semanas, entendí que los camelios habían sido talados para eliminar posibles escondrijos de hipotéticos Gavrilos Princip, ya que Don Juan Carlos y Doña Sofía iban a pasar por la cafetería de nuestro bloque el miércoles, junto al Emperador Akihito y la Emperatriz Michiko. A falta de una pareja real en el campus, dos—y de países muy distintos.

Además de Daniel, algunas personas de países hispanoparlantes fueron invitadas a saludar a los monarcas y departir brevemente con ellos. Entre ellas no me encontraba yo, naturalmente, así que tuve que conformarme con agolparme junto a cientos de estudiantes y curiosos en una plazoleta elevada desde la cual podríamos avistarlos brevemente en su camino hacia la cafetería. En un movimiento inesperado de la turba corrí con suerte y pude hacerme a un lugar de visibilidad aceptable. El único problema: debía arrodillarme sobre el suelo mojado para dejar ver a los de atrás. Claro que por una ojeada a los famosos del periódico, las rodillas sucias y los tobillos entumecidos serían nimiedades.

Esperando, como todos.

El paisaje que se apreciaba desde aquella altura revelaba a la universidad muy distinta de como la conocía: de las bicicletas sin frenos que había que esquivar día a día no quedaba ni rastro, reemplazada por una plaga de agentes de seguridad con brazaletes y vigilantes con gorras de color fosforescente en las terrazas. Las ventanas de los salones habían sido cubiertas con papel y cintas de "peligro" y los balcones se hallaban clausurados. A mi alrededor la gente preparaba cámaras y celulares para probar suerte en la inmortalización del atisbo imperial. De repente aparecieron dos motos blancas brillantes. ("Oooooh.") Después, un auto negro. ("¡Oooooh!") Acto seguido, un pequeño grupo entró en escena desde un camino oculto. ¡Era la comitiva real! Las manos de la multitud, indecisas, se batían entre tomar fotos, aplaudir o saludar a sus majestades. La emoción en el público, una especie de calidez al saberse objeto de la mirada de estos cuatro personajes siquiera por un instante, era latente.

La mancha gris clara es la Emperatriz Michiko.

Entonces, los reyes y emperadores retomaron la marcha hacia el edificio y desaparecieron. La espera había sido fructífera, si por fructífero entendemos esperar treinta minutos bajo la llovizna para observar a la realeza de dos naciones en versión miniatura durante treinta segundos.

Ahora, mi conocimiento de lo que ocurrió al interior de la cafetería de mi facultad se reduce a lo que me han contado mis amigos y alumnos invitados al evento principal. Hubo saludos anacrónicos, sordera parcial y rumores sobre el perro de Obama. El espacio fue corto, y tras algo más de media hora el cortejo real emergió de nuevo, saludando con la mano a una nueva muchedumbre que una vez más se hallaba sin saber si saludar, aplaudir, aumentar furiosamente el zoom de sus cámaras o sostener sus sombrillas. En esta ocasión, Azuma, Sakaguchi y yo (que resultamos encontrándonos en la plazoleta tras la primera aparición de la corte) nos dispusimos en primera fila y los vimos... un poco menos pequeños.

Segundo intento de atisbar a la realeza. La mirada misteriosa es de Azuma. El impermeable verde sin rostro es el señor Sakaguchi. Llámenme Nadezhda.

La vida dejó de contener su aliento finalmente y las restricciones fueron levantadas tan rápidamente como habían sido impuestas. Los balcones volvieron a darles la bienvenida a los fumadores ansiosos. Las cortinas negras fueron corridas para revelar la noche que caía sobre la universidad. A la mañana siguiente había bicicletas destartaladas estrellándose por doquier, como en los viejos tiempos. Como aquí consta, mi colega Daniel ahora es famoso y sale en noticias redactadas por la agencia EFE. Los camelios siguen muertos y cortados en pedacitos. En su reemplazo reposa bajo el cielo gris un ajedrez sin contraste de parches de pasto, inexorable signo del progreso.


[ Comin' Home Baby — Mel Tormé ]

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Patchwork

Arrebatar una bolita de caucho de las manos de alguien. Forcejear con sus dedos hasta que cedan y la masa colorida afloje por algún lado para ondearla en lo alto y cantar victoria. Concentrarse en la empresa y caer sobre el enemigo sin pensar que la cabeza propia bien podría reposar sobre su pecho de no ser porque lo que en este momento une parcialmente a ese par de cuerpos es una forma primitiva de violencia. Una vez concluida la batalla volver a tomar distancia y retomar la conversación.

Sostuve un dedo de aquella persona, lo halé, escarbé entre una red de muchos de ellos para llegar a mi premio. Me aferré a él y las fuerzas me fallaron, arrastrándome hacia el torso del contendor mientras me negaba a soltar lo que me pertenecía. Entonces, con la pelota y los dedos hechos una única masa que iba y venía como una boya en un mar embravecido, tomé conciencia de aquella inesperada cercanía. No había tiempo de memorizar sus formas, ni tan siquiera la textura de su mano; lo único que importaba era aquella bola blanda. No obstante, sabía que en la lucha estaba contenido el único contacto físico que tendría en meses, tal vez años.

A veces me detesto por atesorar momentos tan nimios y prescindibles, pero no puedo evitarlo. En mi memoria voy guardando centímetros de piel ajena que se han quedado pegados a mis yemas y mi ropa, cosiéndolos pacientemente en una colcha de retazos accidentales. Así, dentro de una década o dos completaré una cobija sobre la cual dejaré correr mi mano y recordaré de manera muy precaria lo que se siente otro ser humano.


[ ひかる・かいがら — 元ちとせ ]

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