En el Magdalena Medio las casas tienden a verse medio derruidas por cuenta de la humedad o no sé qué cualidad salvaje del ambiente. Todo amenaza con tragarse los inmensos esfuerzos del ser humano por asentarse en hostiles parches verdes a la vera de los ríos. En el caso de Armero, la reconquista de la naturaleza fue completa y cruelmente exitosa.
Meses después de la tragedia, según cuenta un amigo, al pasar de noche en auto por el antiguo pueblo y hacer cambio de luces se revelaban brazos emergiendo de lo que ahora era el suelo como retoños macabros de un nuevo campo de silencio. La esposa del taxista que nos llevaba cuando pasamos por ahí hablaba de cuerpos colgando de los árboles. Se habían aferrado a sus ramas pero resultaron quemados por el lodo. A orillas de la carretera hay gigantescas rocas cuya presencia solo se entiende al saber que llegaron esa noche por el mortal camino del lahar. Las miles de cruces han ido desapareciendo, ladeadas entre los matorrales como si se hubieran cansado y resignado al olvido.
Hoy en día Armero es un gran pastizal de brillante berilio gracias a los oportunistas que fueron cercando las huellas del que hasta 1985 fuera uno de los municipios más prósperos de la región. Entre las ruinas que quedan se encuentran sentados vendedores de discos piratas con documentales sobre la catástrofe, calmados como si de cualquier paraje tolimense se tratara. Junto a ellos están los árboles que se han abierto paso entre las salas, los dormitorios, los segundos pisos, las letras de pintura pelada invocando la paz y el próspero futuro de un lugar que ya no es.
[ Soledad — Jorge Drexler ]
Meses después de la tragedia, según cuenta un amigo, al pasar de noche en auto por el antiguo pueblo y hacer cambio de luces se revelaban brazos emergiendo de lo que ahora era el suelo como retoños macabros de un nuevo campo de silencio. La esposa del taxista que nos llevaba cuando pasamos por ahí hablaba de cuerpos colgando de los árboles. Se habían aferrado a sus ramas pero resultaron quemados por el lodo. A orillas de la carretera hay gigantescas rocas cuya presencia solo se entiende al saber que llegaron esa noche por el mortal camino del lahar. Las miles de cruces han ido desapareciendo, ladeadas entre los matorrales como si se hubieran cansado y resignado al olvido.
Hoy en día Armero es un gran pastizal de brillante berilio gracias a los oportunistas que fueron cercando las huellas del que hasta 1985 fuera uno de los municipios más prósperos de la región. Entre las ruinas que quedan se encuentran sentados vendedores de discos piratas con documentales sobre la catástrofe, calmados como si de cualquier paraje tolimense se tratara. Junto a ellos están los árboles que se han abierto paso entre las salas, los dormitorios, los segundos pisos, las letras de pintura pelada invocando la paz y el próspero futuro de un lugar que ya no es.
[ Soledad — Jorge Drexler ]
Etiquetas: colombia, kunstmacher, viajes
Hace poco me di cuenta de que puedo hablar japonés. No muy bien, pero puedo. Bueno, se supone que eso ya se sabía desde que salí del silencio impuesto por el terror que se había apoderado de mí en Tokio. Sin embargo, también me di cuenta de que lo poco del idioma que tengo instalado ha acaparado todo mi disco duro, dejando por fuera los pedazos de francés, alemán y portugués que otrora cargara. Alguna vez en mi vida también hubo latín y chino.
En el mariposario de Calarcá estuve fungiendo de traductora simultánea para una pareja europea que se fue sin ver el bosque del jardín botánico porque no querían que se los tragaran los mosquitos de las seis de la tarde. El señor era británico y la señora, francesa. Yo les hablaba en inglés mientras ellos hablaban en francés entre sí. Me dio rabia no entender casi nada de lo que se decían. Cada vez que quise balbucear algo en francés las palabras aparecieron en mi mente en japonés, así que tuve que callar. En Japón el francés me sale bastante bien y me dan muchas ganas de hablarlo. A veces hablo sola en francés en mi apartamento. No me pidan demostraciones.
El día antes de la partida de Ovidio me reuní con Asai Sensei. Asai Sensei fue mi segundo profesor de japonés en Colombia. El primero fue Ariza Sensei, un colombiano tan loco como sabio y cuya visión de Japón solía yo tomar por errónea y exagerada hasta que aterricé allá. Hablamos en japonés mientras tomábamos una cosa de café horrible al lado de Carlos Muñoz (sí, ahí en la mesa del lado estaba el actor), y noté que todo fluía, que muy pocas veces necesitaba ayuda con el vocabulario. Luego el sensei me acompañó al Planetario Distrital a esperar a mi astrofísico favorito y la conversación siguió hasta que me preguntó si de casualidad el sujeto que estaba entrando al recinto con cara de búsqueda era quien yo esperaba.
Me pareció simpático ver cómo a la despedida Ovidio insistió en darle la mano mientras él hacía la venia. "Claro, vive en Europa", pensé. Yo, en cambio, no hago sino agachar la cabeza cual perrito de taxi. Me pregunté qué pensaría él al oírme hablar en ese idioma extraño. Me gustó que hubiera tenido que oírme hablar en ese idioma extraño.
No sé a qué venía todo esto. Ah sí, a que por primera vez el japonés no se me ha olvidado en el transcurso de las vacaciones. Y a que soy la peor trabajadora que la alcaldía de Tsukuba haya visto en toda su historia.
[ Don't Point, Don't Scare It — Butterfly Boucher ]
En el mariposario de Calarcá estuve fungiendo de traductora simultánea para una pareja europea que se fue sin ver el bosque del jardín botánico porque no querían que se los tragaran los mosquitos de las seis de la tarde. El señor era británico y la señora, francesa. Yo les hablaba en inglés mientras ellos hablaban en francés entre sí. Me dio rabia no entender casi nada de lo que se decían. Cada vez que quise balbucear algo en francés las palabras aparecieron en mi mente en japonés, así que tuve que callar. En Japón el francés me sale bastante bien y me dan muchas ganas de hablarlo. A veces hablo sola en francés en mi apartamento. No me pidan demostraciones.
El día antes de la partida de Ovidio me reuní con Asai Sensei. Asai Sensei fue mi segundo profesor de japonés en Colombia. El primero fue Ariza Sensei, un colombiano tan loco como sabio y cuya visión de Japón solía yo tomar por errónea y exagerada hasta que aterricé allá. Hablamos en japonés mientras tomábamos una cosa de café horrible al lado de Carlos Muñoz (sí, ahí en la mesa del lado estaba el actor), y noté que todo fluía, que muy pocas veces necesitaba ayuda con el vocabulario. Luego el sensei me acompañó al Planetario Distrital a esperar a mi astrofísico favorito y la conversación siguió hasta que me preguntó si de casualidad el sujeto que estaba entrando al recinto con cara de búsqueda era quien yo esperaba.
Me pareció simpático ver cómo a la despedida Ovidio insistió en darle la mano mientras él hacía la venia. "Claro, vive en Europa", pensé. Yo, en cambio, no hago sino agachar la cabeza cual perrito de taxi. Me pregunté qué pensaría él al oírme hablar en ese idioma extraño. Me gustó que hubiera tenido que oírme hablar en ese idioma extraño.
No sé a qué venía todo esto. Ah sí, a que por primera vez el japonés no se me ha olvidado en el transcurso de las vacaciones. Y a que soy la peor trabajadora que la alcaldía de Tsukuba haya visto en toda su historia.
[ Don't Point, Don't Scare It — Butterfly Boucher ]
Etiquetas: colombia, francés, idiomas, japonés, ovidio, tsukuba
El universo isotrópico y homogéneo
0 comentarios Otro delirio de Olavia Kite, hoy jueves, agosto 06, 2009 a las 7:13 a. m..
¿Qué puedo decir que no se haya dicho ya? Todo, pues nada se profirió; fueron tantos los silencios... Mis dedos trastablillan en el teclado buscando palabras jamás pronunciadas, buscando ojos y labios y manos inmersos en tinta negra, el buceo que culmina a orillas de una espalda.
Podría decir que le prometí que no escribiría mis observaciones sobre él, las escasas que le di frente al hotel en Medellín esa tarde, las que se fueron acumulando con el pasar de los días. No escribiría sobre cómo frunce los labios cuando se ríe, como tratando de contener el estruendo, o sobre cómo en mi mente él siempre tiene esa barba rala que me encantaba acariciar mientras él cerraba los ojos. No escribiría que temo olvidar el sonido de su voz.
Decir que estallábamos en carcajadas que eran como bandadas de palomas asustadas, que me habría gustado tomarle muchas más fotos—¡aún a sabiendas de que su mirada profunda nunca quedó perfectamente replicada en pixeles!—, que se burlaba de mi elección de vocabulario al hablar, que me quedé embelesada viendo con un solo ojo la instalación de su presencia solitaria en una galería vacía del Museo de Antioquia.
Pero nada de eso saldrá de mi boca. En silencio (aunque sonrientes) hemos retornado a nuestras respectivas galaxias distantes, luces antiquísimas que él entiende y yo solo atino a imaginar. Tal vez un día el radiotelescopio a la salida de mi barrio en Tsukuba capte una señal que me motive a soñar con un párrafo nuevo después de este punto final.
[ Hu Hu Hu — Natalia Lafourcade ]
Podría decir que le prometí que no escribiría mis observaciones sobre él, las escasas que le di frente al hotel en Medellín esa tarde, las que se fueron acumulando con el pasar de los días. No escribiría sobre cómo frunce los labios cuando se ríe, como tratando de contener el estruendo, o sobre cómo en mi mente él siempre tiene esa barba rala que me encantaba acariciar mientras él cerraba los ojos. No escribiría que temo olvidar el sonido de su voz.
Decir que estallábamos en carcajadas que eran como bandadas de palomas asustadas, que me habría gustado tomarle muchas más fotos—¡aún a sabiendas de que su mirada profunda nunca quedó perfectamente replicada en pixeles!—, que se burlaba de mi elección de vocabulario al hablar, que me quedé embelesada viendo con un solo ojo la instalación de su presencia solitaria en una galería vacía del Museo de Antioquia.
Pero nada de eso saldrá de mi boca. En silencio (aunque sonrientes) hemos retornado a nuestras respectivas galaxias distantes, luces antiquísimas que él entiende y yo solo atino a imaginar. Tal vez un día el radiotelescopio a la salida de mi barrio en Tsukuba capte una señal que me motive a soñar con un párrafo nuevo después de este punto final.
[ Hu Hu Hu — Natalia Lafourcade ]
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