Doblepensar

El blog favorito de la mamá de Olavia Kite.


Instrucciones para el padre de mis hijos

  1. Los niños no escucharán nada relacionado con "el efecto Mozart". Si Mozart ha de sonar en la casa, que sea porque constituye parte del gusto musical común.
  2. Tampoco escucharán versiones infantiles de los clásicos del rock. Hasta ahora nadie ha desarrollado un trauma por conocer a Queen demasiado temprano pero creo que más de uno, niño o adulto, lo hará si todo el día está oyendo dirín dirín dirín.
  3. Las paredes son para rayarlas. Se comprarán rollos de papel craft y se usarán en los pasillos y las habitaciones de los niños.
  4. No se les obligará a matricularse en actividades extracurriculares ni cursos de vacaciones. Si el niño no quiere jugar fútbol, no quiere jugar fútbol. Si la niña no quiere bailar ballet, no es el fin del mundo.
  5. Se les llevará a lugares extraños, laberínticos y sicodélicos. A raíz de la desafortunada remodelación de Colsubsidio de la 26, se meditará profundamente alrededor de este tema con suficiente antelación.
  6. A la niña se le permitirá jugar con carritos y al niño con muñecas. Lo que decidan después es cosa de ellos.
  7. No habrá fiestas de 15. Entiéndase por fiesta de 15 aquella en la que figuran cisnes de hielo, tronos de satín y encaje color curuba, ceremonia de cambio de tenis a zapatos de tacón, declaraciones alusivas al paso de niña a mujer y los temas "Mi niña bonita" y "El camino de la vida".
  8. No se tomarán fotografías de los niños desnudos de la cintura para abajo. Evitémosles futuros sonrojos frente a amigos y familiares. Todo o nada.
  9. Ninguna pregunta será juzgada demasiado tonta. Si no sabemos la respuesta, la averiguaremos juntos.
  10. Se privilegiará el absurdo por sobre todas las cosas. Las conversaciones normales y la seriedad no serán el fuerte de nuestra familia.

[ Amor cibernético — Mariflorcita del Perú ]

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La rénovation de la memoire

Un día me desperté con el recuerdo de una bicicleta parqueada a un costado de la plaza central de Villa de Leyva en una tarde lluviosa. Pese a que había pasado mucho tiempo desde aquel instante, mi boca aún conservaba el sabor de un pie de guayaba bajado con tinto. Entonces decidí que era hora de renovar la memoria, de convertirla en un nuevo conjunto de reminscencias con las cuales sentir el paso de la brisa sobre los tejados y las copas de los árboles en Tsukuba. Pagué una cantidad exorbitante de dinero a un ente desconocido y me senté sobre el futón a esperar.

Los días se sucedieron, no como en las películas donde las sombras de los rascacielos giran como cabezas haciendo un ejercicio de calentamiento de cuello mientras sus entrañas se llenan de minúsculos destellos, sino con la lentitud de lo inconmensurable. Las tardes bañaban los árboles de una inexplicable tinta ambarina que lentamente se iba colando entre los resquicios de la tierra hasta apagarse por completo. Nadie podía garantizar que el día siguiente no fuera la repetición en cámara lenta del anterior.

No obstante el ocasional desespero, el tiempo supo seguir su marcha certera. Ahora hay un maletín negro en una esquina de mi habitación. Es como una pequeña versión petrificada de mí misma, aguardando con las piernas cruzadas, un codo sobre la rodilla y el mentón sobre la palma. Voy a cerrar los ojos un rato. Cuando los abra me veré arrastrándolo escaleras abajo, por sobre el andén irregular, cruzando una calle y luego otra, hacia la parada de bus. Ese será el día más largo del año, durmiendo la tarde para abrir los ojos nuevamente en la mañana—una nueva oportunidad de comprobar que estoy viviéndolo, de subrayar aquella fecha en la que la noche sólo habrá caído cuando del otro lado de un vidrio lejano vea un par de ojos chispear de súbito al encontrar los míos. Entonces la renovación de los recuerdos habrá comenzado.


[ Into the Mystic — Van Morrison ]

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La hora de Jeff Goldblum

En este momento no me puedo concentrar en nada. De por sí escribir representa un esfuerzo enorme por mantenerme en un solo sitio en vez de bailar una canción graciosa de Aleks Syntek. De todos modos estoy asintiendo rítmicamente, aún si ya no es Aleks Syntek sino Marco Antonio Muñiz el que me hace menear mi cabello recogido en una cola de caballo.

La historia que me dispongo a relatar tiene que ver con un dato sobre mí misma que había olvidado hace tiempo y tuve que recordar a la fuerza en el peor momento. Oh sí, no es más que una anécdota de reunión, uno de esos sucesos que no tienen mayor importancia que su cualidad humorística al momento de narrarlos. Si se acompaña con muecas y grandes gesticulaciones, aún mejor.

Pues bien, queridos radioescuchas, entro yo a contarles—vaso en mano—cómo el mediodía de hoy salí de mi primer examen del semestre, dispuesta a pasar el receso de almuerzo sumergida (y si no, al menos vadeando) en los textos necesarios para el siguiente. Como no había comido nada desde hacía ya varias horas, tuve la brillante idea de tomar algo lácteo para aguantar hasta salir de clase y así no pagar todo un almuerzo, ya que al fin y al cabo tenía más nervios que hambre. En la máquina expendedora de bebidas en el pasillo había un producto nuevo: "Cappuccino con canela. Dos veces más sabor y polifenol". Sin lograr entender aún cuál es la obsesión de los japoneses con el polifenol, abandoné la idea de la cocoa helada de siempre y vacié el contenido de la lata sin pena ni gloria. Luego contesté el mensaje de un sempai que me invitó a cenar anoche y le di un último vistazo al dibujo de una mujer desnuda con cabeza de cisne que hice en alguno de aquellos momentos insufribles de la clase. A juzgar por la cantidad de intentos de figura humana en mis notas, este no ha sido un buen comienzo de año escolar.

Cuando sonó el timbre me encontré con un examen de libro abierto: podíamos disponer de copias y notas a nuestro antojo. Las hojas de respuesta circularon por el salón y se dio inicio a la prueba. Entonces sucedió lo que jamás esperé... o que podría haber previsto de haber dado un pequeño y oportuno vistazo al pasado:

Tengo un recuerdo de mi clase de francés en un salón del edificio R en Los Andes. Era justo el salón que tiene a la entrada el letrero de madera de la fábrica de sombreros que antiguamente albergaba. Al frente se encontraba en esa época un Oma y un buen día se me ocurrió tomarme un tintico antes de clase. Tal vez lo acompañé con torta de mora, tal vez no. Hasta entonces yo me preciaba de sufrir una curiosa reacción al tomar café: en vez de despertarme, éste me adormecía. Sin embargo, en esa precisa ocasión la cafeína decidió surtir su efecto normal, inclusive exacerbado. Exageradamente alerta y activa como Jeff Goldblum en La mosca, no pude concentrarme en toda la clase. Este estado no duraría mucho, pues apenas terminó la clase y me embarqué en un Transmilenio caí en un pesado sueño, como si alguien hubiera halado de mi ánimo hasta convertirlo en una cuerda tensa y de pronto la hubiera soltado.

Volviendo al día de hoy, les pediré que llamemos al siguiente espacio La hora de Jeff Goldblum, con Olavia Kite como artista invitada. Observamos un grupo de estudiantes sentados en viejos pupitres llenando calmadamente una hoja más bien grande. El obvio silencio se ve interrumpido abruptamente por un chirrido. Luego viene un golpe, seguido del aleteo de una hoja de papel que intenta planear infructuosamente. Inmediatamente buscamos la fuente del desorden: el salón se encuentra aparentemente ocupado por japoneses cautelosos a cada lado. Ah, el centro, cómo olvidarlo. La extranjera del curso. Jorobada y ladeada frente a una mesa coja, Olavia acomoda una y otra vez sus piernas demasiado largas enfundadas en ridículas medias pantalón de tie-dye. Al mismo tiempo la mitad superior de su cuerpo intenta tomar unos papeles, tan sólo para dejarlos caer pesadamente. Sus manos de motor eléctrico abusan de un portaminas y un borrador, trabando el primero y partiendo el segundo. Las hojas no dejan de caer a su alrededor. Pronto al efecto estimulante se agrega el diurético, completando así la transformación de la Srta. Kite en un ser que se retuerce en su puesto mientras lucha contra objetos que no puede sostener e ideas que no se aclaran del todo en su cabeza. Hela ahí, reducida a una patética imitación de las primeras etapas de un personaje repugnante del cine ochentero.

El timbre suena: la hora se ha acabado y hay que deshacerse de la hoja de respuestas. Si Olavia lograra correr al baño una vez terminara su labor, ¿desaparecería el temible ser que parece invadirla? A juzgar por la siguiente clase, no. La estudiante habla como si estuviera dictando un telegrama y se ríe demasiado duro. Quién sabe hasta cuándo durará esta presencia desagradable, esta poco desarrollada posesión artrópoda.

El círculo en el que Olavia prometía una buena anécdota se ha venido reduciendo: el vaso que trae contiene café y lleva más de media hora tratando de llegar al punto de una tonta historia sobre sus exámenes. Con risas fingidas o sinceros y secos "qué mal" se van alejando y la dejan preguntándose por qué en esta ocasión el suplicio no termina rápido y de sopetón como aquel día en Los Andes, por qué las manos invisibles del actor-insecto imaginario no sueltan la cuerda de una buena vez.


[ Feel So Free — Ivy ]

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Tic en el ojo

Ya no sé cuántas veces he venido a escribir para poco después abandonar la silla en busca del futón y la brisa de la ventana. No tengo intención de escribir algo coherente y ordenado.

Esta mañana un temblor interrumpió un sueño en el que aparecía John Cameron Mitchell ya no recuerdo en qué circunstancias. Esta vez no hubo crujido al empezar, sólo empezó a mecerse todo cada vez más duro. Lo que hizo a este terremoto diferente de los que había sentido antes es que el movimiento se sentía más largo, como si tomara más tiempo mecerse de extremo a extremo. El escritorio es demasiado ruidoso y chirria como lavadora vieja. Los temblores acá me dejan con una sensación de impotencia. No puedo hacer absolutamente nada respecto del movimiento de nada menos que la tierra, así que mejor me quedo recostada esperando a que pase. Lo único que me preocupa es el espejo de cuerpo entero que cuelga de la pared y la golpea una y otra vez.

Llevo varios días con un tic en el ojo y mi cuello cruje cuando giro la cabeza. No sé qué es lo que me tiene tan nerviosa. Mi profesor dice que lograré calmarme una vez tenga planeado mi futuro, pero creo que lo único que consigo intentando planear una vida como la mía es aumentar la tensión. Lo cierto es que hay algo más allá de lo laboral y académico detrás del tic y el cuello crujiente, pero no puedo revelárselo a Miyamoto Sensei. Para ustedes lectores debe ser completamente transparente.

No tengo mucho más que decir. Anoche me reuní con Azuma y pasamos la mayor parte de la velada en silencio. Comí raspado de fresa con leche condensada del combini y luego nos quedamos escuchando música en mi apartamento hasta que empecé a cabecear. Entonces apareció John Cameron Mitchell creo que tras bambalinas en un teatro grandísimo y luego hubo un terremoto magnitud 7,2 en la prefectura de Iwate.


[ Take Your Mama Out — Scissor Sisters ]

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