Doblepensar

El blog favorito de la mamá de Olavia Kite.


Romadizo

Creo que me enfermo de gripa dos veces al año: una en otoño-invierno en Japón y otra en Bogotá.

Port of Kobe
Enferma en el puerto de Kobe en 2007.

Hoy ha sido el día elegido por mi sistema inmunológico para divertirse un rato jugando a la batalla con los patógenos en 2010. Siento que tengo un casco de dolor en la cabeza, vivo con sed y me la he pasado coqueteando con el letargo. En una de las siestas delirantes en las que he venido cayendo soñé que regresaba a Los Andes a terminar las materias que me faltaban para graduarme, con la mala suerte de encontrarme con que todo lo llevaba perdido gracias al viaje a Japón. Además llegaba justo en la mitad de un examen de moral (me late que sigo a demasiados filósofos en Twitter).

Esta vez creo que la gripa no me adelgazará como suele hacerlo porque ya me acostumbré a forzarme a comer cuando tengo la impresión de que mi cuerpo podría beneficiarse del consumo de alimentos. Soy una persona que adora comer pero suele olvidar que hay que hacerlo con cierta periodicidad.

Supongo que si los síntomas persisten tendré que ir al hospital a ver si es la famosa influenza A(H1N1) de la que tantos artículos me ha tocado traducir estos meses. Espero que no. Espero que no. Espero que no. Por lo pronto cerraré el día cantándole una canción a Gazapos, quiéralo o no mi garganta.


Enferma en Tsukuba en 2010.



[ Tiny Sparrow — Peter, Paul and Mary ]

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卒業論文

Hoy radiqué el formulario de propuesta de tesis en la decanatura de mi facultad. Se siente extraño empezar a pensar en una tesis, pues significa que por fin se aproxima el final de una etapa larguísima. He pasado por tres universidades en tres países (cuatro contando el curso de japonés en Tokio), y solo hasta ahora vislumbro la posibilidad de salir un día de algún auditorio con un diploma en la mano.

Lo interesante de algo en apariencia tan sencillo es que solo hasta ahora tengo la sensación de que estoy haciendo algo que realmente me interesa. Cuando estudiaba en Los Andes estaba segura de que a la hora de la tesis escribiría cualquier cosa para salir del paso, terminaría con esa bendita carrera de una vez por todas y me dedicaría a alguna otra cosa. Al fin y al cabo, la frustración del sueño de escribir me había dejado sin nada más en qué pensar. Estuve a punto de cambiarme a Lenguajes y estudios socioculturales, convencida de que lo mío eran los estudios asiáticos, la traducción y la erradicación del manga y el anime como foco de las relaciones culturales Colombia-Japón. Pero entonces llegué acá y ¡c-c-c-crac-purrum-pum-pac-paPUM (es un derrumbe grande con crujidos)!

Cómo cambia todo, cómo cambia uno, ¡cómo es posible que haya tenido que recorrer medio planeta para encontrar exactamente lo que me interesa y darme cuenta de que no tiene nada que ver con nada que hubiera siquiera imaginado mientras vivía en Bogotá! He pasado por todo tipo de dudas. He querido huir a la fotografía, a la ilustración, a Honolulu. He enloquecido y pasado días enteros mirando cómo cambia el azul del cielo, la mente en blanco y el camino brumoso. Y de repente... todo está ahí, brillante y hermoso, esperándome.

No será fácil. Mis profesores dicen que dada la magnitud de mi idea, puede ser hasta prometedora—si es que logro desarrollarla. Tengo un año a partir de ahora para convertir las lágrimas en ámbar... o en vinagre para ensalada, al menos.


[ Sleep — Anja Garbarek ]

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Tras del daño, otro daño

Ya pasó la semana sin bicicleta. Al fin me puse manos a la obra, salí al parqueadero del edificio y arreglé el daño yo solita. Pero no todo podía ser albricias, y ahora le toca el turno de agonizar al computador. Con dos prestos deditos escribo este post desde mi iPhone. No lo digo con el ánimo de chicanear, sino para que vean que a la gente ociosa con ansias de escribir minucias nada la detiene, y de mil amores escribiría con su sangre sobre la pared de ser necesario, si tan solo la sangre pudiera fundirse entre todo aquello que flota en la World Wide Web.

Los que han hablado conmigo por Skype últimamente saben que el ventilador estaba haciendo un ruido infernal que no dejaba ni oír lo que yo decía. Pues bien, yo me impacienté y decidí actuar como lo hice con la bicicleta, con tan mala suerte que en una etapa avanzada de la operación me tembló la mano y terminé de matar el aparato. Bueno, yo sabía a qué me exponía: era el éxito rotundo o dejarlo peor de lo que estaba. Lo importante es que me divertí muchísimo. Si se preguntan por qué podría uno divertirse dañando un MacBook, les contaré que en mis épocas de estudio en Los Andes estuve a punto de meterme a cursos nocturnos de corte y confección y arreglo de computadores. Si no me hubiera ganado la beca, ahora probablemente tendría un título profesional y dos técnicos. Y andaría feliz por la vida cosiéndome vestidos y metiéndole mano a cuanto aparato se me cruzara. Pero el destino no lo quiso así, y ahora me dedico a otros menesteres en otras latitudes.

No teniendo mucho más que decir, me retiraré a ver cómo evoluciona esta vida de aislamiento. Me dedicaré a la oración y el estudio.


[ 100 Days - Sharon Jones and the Dap-Kings ]

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La hora de Jeff Goldblum

En este momento no me puedo concentrar en nada. De por sí escribir representa un esfuerzo enorme por mantenerme en un solo sitio en vez de bailar una canción graciosa de Aleks Syntek. De todos modos estoy asintiendo rítmicamente, aún si ya no es Aleks Syntek sino Marco Antonio Muñiz el que me hace menear mi cabello recogido en una cola de caballo.

La historia que me dispongo a relatar tiene que ver con un dato sobre mí misma que había olvidado hace tiempo y tuve que recordar a la fuerza en el peor momento. Oh sí, no es más que una anécdota de reunión, uno de esos sucesos que no tienen mayor importancia que su cualidad humorística al momento de narrarlos. Si se acompaña con muecas y grandes gesticulaciones, aún mejor.

Pues bien, queridos radioescuchas, entro yo a contarles—vaso en mano—cómo el mediodía de hoy salí de mi primer examen del semestre, dispuesta a pasar el receso de almuerzo sumergida (y si no, al menos vadeando) en los textos necesarios para el siguiente. Como no había comido nada desde hacía ya varias horas, tuve la brillante idea de tomar algo lácteo para aguantar hasta salir de clase y así no pagar todo un almuerzo, ya que al fin y al cabo tenía más nervios que hambre. En la máquina expendedora de bebidas en el pasillo había un producto nuevo: "Cappuccino con canela. Dos veces más sabor y polifenol". Sin lograr entender aún cuál es la obsesión de los japoneses con el polifenol, abandoné la idea de la cocoa helada de siempre y vacié el contenido de la lata sin pena ni gloria. Luego contesté el mensaje de un sempai que me invitó a cenar anoche y le di un último vistazo al dibujo de una mujer desnuda con cabeza de cisne que hice en alguno de aquellos momentos insufribles de la clase. A juzgar por la cantidad de intentos de figura humana en mis notas, este no ha sido un buen comienzo de año escolar.

Cuando sonó el timbre me encontré con un examen de libro abierto: podíamos disponer de copias y notas a nuestro antojo. Las hojas de respuesta circularon por el salón y se dio inicio a la prueba. Entonces sucedió lo que jamás esperé... o que podría haber previsto de haber dado un pequeño y oportuno vistazo al pasado:

Tengo un recuerdo de mi clase de francés en un salón del edificio R en Los Andes. Era justo el salón que tiene a la entrada el letrero de madera de la fábrica de sombreros que antiguamente albergaba. Al frente se encontraba en esa época un Oma y un buen día se me ocurrió tomarme un tintico antes de clase. Tal vez lo acompañé con torta de mora, tal vez no. Hasta entonces yo me preciaba de sufrir una curiosa reacción al tomar café: en vez de despertarme, éste me adormecía. Sin embargo, en esa precisa ocasión la cafeína decidió surtir su efecto normal, inclusive exacerbado. Exageradamente alerta y activa como Jeff Goldblum en La mosca, no pude concentrarme en toda la clase. Este estado no duraría mucho, pues apenas terminó la clase y me embarqué en un Transmilenio caí en un pesado sueño, como si alguien hubiera halado de mi ánimo hasta convertirlo en una cuerda tensa y de pronto la hubiera soltado.

Volviendo al día de hoy, les pediré que llamemos al siguiente espacio La hora de Jeff Goldblum, con Olavia Kite como artista invitada. Observamos un grupo de estudiantes sentados en viejos pupitres llenando calmadamente una hoja más bien grande. El obvio silencio se ve interrumpido abruptamente por un chirrido. Luego viene un golpe, seguido del aleteo de una hoja de papel que intenta planear infructuosamente. Inmediatamente buscamos la fuente del desorden: el salón se encuentra aparentemente ocupado por japoneses cautelosos a cada lado. Ah, el centro, cómo olvidarlo. La extranjera del curso. Jorobada y ladeada frente a una mesa coja, Olavia acomoda una y otra vez sus piernas demasiado largas enfundadas en ridículas medias pantalón de tie-dye. Al mismo tiempo la mitad superior de su cuerpo intenta tomar unos papeles, tan sólo para dejarlos caer pesadamente. Sus manos de motor eléctrico abusan de un portaminas y un borrador, trabando el primero y partiendo el segundo. Las hojas no dejan de caer a su alrededor. Pronto al efecto estimulante se agrega el diurético, completando así la transformación de la Srta. Kite en un ser que se retuerce en su puesto mientras lucha contra objetos que no puede sostener e ideas que no se aclaran del todo en su cabeza. Hela ahí, reducida a una patética imitación de las primeras etapas de un personaje repugnante del cine ochentero.

El timbre suena: la hora se ha acabado y hay que deshacerse de la hoja de respuestas. Si Olavia lograra correr al baño una vez terminara su labor, ¿desaparecería el temible ser que parece invadirla? A juzgar por la siguiente clase, no. La estudiante habla como si estuviera dictando un telegrama y se ríe demasiado duro. Quién sabe hasta cuándo durará esta presencia desagradable, esta poco desarrollada posesión artrópoda.

El círculo en el que Olavia prometía una buena anécdota se ha venido reduciendo: el vaso que trae contiene café y lleva más de media hora tratando de llegar al punto de una tonta historia sobre sus exámenes. Con risas fingidas o sinceros y secos "qué mal" se van alejando y la dejan preguntándose por qué en esta ocasión el suplicio no termina rápido y de sopetón como aquel día en Los Andes, por qué las manos invisibles del actor-insecto imaginario no sueltan la cuerda de una buena vez.


[ Feel So Free — Ivy ]

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Baloncesto vs. Basketball

No sé cuánto tiempo llevo sin hablar sin Himura. Pueden ser dos días como puede ser una semana. Desde que se le dañó el computador todo se ha invadido de un intenso silencio. No obstante, no me alarmo. Ya se está acabando abril; luego viene Gianrico de visita y para cuando se vaya será la mitad de mayo. Después me concentraré en evadir mis estudios hasta última hora y mágicamente será julio. Entonces podremos sentarnos en el sofá del estudio de mi casa y leer la Muy Interesante.

A veces, ya sea en el sofá o en Skype, hablamos de las cosas que nos diferencian. La más importante (además de que él hace la cama mientras yo la tiendo), es que él estudió en un colegio donde jugaban baloncesto y yo en uno donde se jugaba basketball. Eso dice mucho en una sociedad tan superficial y pendiente de las apariencias como la bogotana—¡Oh, no! ¡Recuerdos del colegio! ¡Vienen en avalancha, en estampida furiosa! ¡Huyan!

Si he de ser justa, debo aceptar que no todo fue malo en el colegio. En noveno me hice a los derechos sobre un tablero de acrílico y cada día ponía una cita en él. "Everybody loves you when you're sixfoot underground" (John Lennon), es la única que recuerdo ahora. También tuve derechos parciales sobre el tablero de atrás y lo llenaba de dibujitos de mis amigas y símbolos de Om. Ese fue el mismo curso en el que tres niñas nos pusimos a bailar mientras cantábamos Amigo de Roberto Carlos en plena clase de geometría ("pa paaara papara papaaaara, pa paaara papara papaaara..."). También fue el año en que Valeria fue a Canadá con un grupo del colegio y se cortó la mano en la nieve, tiñéndola toda de rojo. Yo nunca vi eso, pero la imagen que me hice del relato es inolvidable. Ahora que lo pienso, por cada paseo que le ofrece el colegio a sus alumnas, una debe resultar herida. Una vez, como en cuarto o quinto de primaria, fuimos a una finca ecológica y Juliana se peló el dedo meñique cual papa con una hoz. De Villa de Leyva, pocos años después, todas volvimos completas—sólo ligeramente desnutridas gracias al excelente servicio del hotel. Después prohibieron las salidas ecológicas por miedo a la guerrilla, y fue la hora de viajar a Estados Unidos. Cuando yo fui, Carolina, la mayor del grupo, se enterró una astilla gigantesca en pleno escenario y tuvo que bailar cumbia descalza aguantando el dolor. Creo que alcanzó a dejar un caminito de sangre por el pasillo. ¿Y yo? Yo bien, gracias.

(Pequeño paréntesis para llorar por mi defectuosa memoria al no recordar cuál de todas las niñas de mi curso era la que les llamaba "mocos de elefante" a las granadillas.)

¿En qué iba? ¡Ah, sí! Ahora que estoy lejos del asunto me doy cuenta de la nula importancia que debería tener el colegio del que uno sale. Sin embargo, la triste realidad es que frente a una entrada de Los Andes conocí a alguien que no esperaba mucha amabilidad de mi parte sólo porque esa persona jugaba baloncesto y yo basketball. Pero bueno, eso es Bogotá y es inevitable, así como es inevitable ir al complejo comercial Andino-Atlantis-Retiro vestido con la ropa que tenga más visible la marca a poner cara de puño. Lo verdaderamente increíble es enterarse uno de que en Tianjin, China, algún compatriota haya tenido la desfachatez de preguntar de qué colegio salió la visitante (y por demás completa desconocida) que llegaría de Japón en unas semanas.

(Creo que ya recordé quién era la de las granadillas. No estoy del todo segura, pero es factible que lo sea.)

Hace poco salió en la revista SoHo una sección de guerra de colegios, pero tuvieron que cancelarla pronto porque como que todo el mundo se iba tomando el asunto demasiado a pecho. Igual las diatribas estaban pésimas. Yo no recuerdo cuál era nuestro colegio enemigo... No sé siquiera si teníamos un colegio amigo. Oh, por cierto; acabo de recordar que anoche soñé que pensaba escribir con nostalgia en el blog que este año participaría por última vez en el coro de Uncoli (Unión de Colegios Internacionales). Sin embargo, en realidad yo terminé el bachillerato hace casi seis años y no puedo estar más lejos de Bogotá.

Temo que para lo único que me ha servido verdaderamente mencionar mi colegio ha sido para entrar al coro de Los Andes. El director preguntó, yo respondí y la respuesta le simpatizó. Sin embargo, me salí como al mes por privilegiar mi almuerzo sobre los ensayos. Muy poco después Himura asistiría a un concierto de dicho grupo para ver a una amiga suya, pero como las cosas no debían suceder entonces, yo no estuve allí y no nos cruzamos. La hora de hablar de diferencias, del baloncesto que él practicaba y el basketball del que yo huía, habría de llegar mucho más adelante.


[ Bubbly — Colbie Caillat ]

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