Doblepensar

El blog favorito de la mamá de Olavia Kite.


Están los procesos y los subproductos de dichos procesos. Lo que se desecha en el camino, la espuma que contamina los ríos en el paradójico acto de recuperar la pureza perdida. Está el resignarse a flotar en el caudal cual iceberg volátil y aceptar que la vida es una cadena de estafas. Es como un viaje por Vietnam, acoso tras acoso y pérdida tras pérdida, solo que en una de esas pesadillas donde por más que avance el bus nunca se llega al destino final.

Saberse tan hermoso como una flama multicolor en el desastre de Chernobyl.


[ Balloons and Champagne — Ephemera ]

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Ein guter Freund kann ein Buch sein

Libros
Literary Theory es más gordo que el directorio telefónico de Medellín. Infinite Jest también lo es. Ay de la gente a la que le da por cargar estos monstruos a todas partes.

Imagino una escena en la que uno está sentado en una banca de un parque, meditabundo, con los codos apoyados sobre los muslos y las manos entrecruzadas bajo el mentón. La presión de los dedos arrastra la piel hacia los labios como los pliegues recogidos de una falda hasta fruncirlos en una mueca triste. Sin las manos interviniendo la cara sería menos graciosa pero igual de sombría. Al lado se encuentra un amigo con las piernas cruzadas (un tobillo apoyado sobre una rodilla) y un brazo extendido sobre el espaldar de la banca. El amigo tiene cosas que decir, pero uno en su estado taciturno no admite más voces que las de los niños que corretean cerca. No obstante, uno sabe que tarde o temprano levantará la cabeza de su pedestal, dirigirá la mirada al lado como para revisar si aún corre humo sobre los últimos vestigios de la hecatombe y, oh sorpresa, el amigo seguirá ahí. Nada tan reconfortante como esa certeza.

Hay libros que se portan como esos amigos silenciosos. Lo acompañan a uno, esperan pacientemente, no dicen nada si uno no quiere que digan nada. A veces uno los fuerza a hablar como para no sentirse ingrato —"a ver, cuénteme algo, pues"—, pero el desespero que uno carga es tan grande que las palabras le salpican a uno la cara como un vómito insultante. El libro espera a que uno le tenga la misma paciencia que él ha demostrado por uno.

Este año tuve un amigo así. Se trataba de la segunda edición de Literary Theory: An Anthology, de Julie Rivkin y Michael Ryan. Este hermoso bloque de 1314 páginas me acompañó a Bogotá, Medellín, Nueva York, Mito y Guam. Me vio deprimida, paralizada de pánico frente a una pantalla, tratando de embutirme el conocimiento que claramente no iba a entrar así con el líquido cefalorraquídeo contaminado de bilis. Se encogió de hombros al oírme maldecir por quincuagésima vez cada uno de los tres instantes en los que se me ocurrió meterme a esta carrera. Esperó su momento de hablar. Por meses y meses, simplemente esperó, pese a que lo insulté y le dije que si volvía a mencionarme a Lacan lo botaba del balcón. Supongo que nos volvimos como esas parejas que no se hablan pero tienen que hacer un viaje juntas y poco a poco empiezan a soltar frasecillas sobre el pésimo servicio de los paradores de carretera hasta que finalmente una de las partes hace un chiste y la otra no puede contener la risa que durante tanto tiempo ha estado aguantando para demostrar su odio. Puedo ver al libro sentado frente a mí en una carroza que va por un camino fangoso bordeando un bosque. Me ojea ansiosamente, quiere contarme cosas sobre Baudrillard e Irigaray, pero yo estoy mirando hayas por la ventana como si me dispusiera a ordenarle a algún sirviente que las tale todas. En algún momento el libro y yo nos tenemos que bajar a comprar jamalacs y me toca recordarle que el jamalac se puede comer todito con sal y picante, que si no se acuerda de cómo era eso en Vietnam. El libro me dice que no nos conocíamos en ese entonces. Ah, verdad. El silencio se hace menos pesado. Está bien, ahora sí cuéntame qué dijo Walter Benjamin. Bueno pero si prometes no mandarme lejos. Te lo prometo.

El próximo año este texto será reemplazado por The Cultural Studies Reader. Sin embargo, no quiero relegar al olvido a este fiel compañero de viajes que tan estoicamente aguantó mi ingratitud. Ahora que las nubes parecen disiparse en mi cerebro, quisiera retomar todo aquello que la parálisis no me permitió ver claramente. Es muy probable que al fin no haya sido tan mala idea decidirme tres veces por esta carrera. El libro se enorgullece de saberlo.


[ Buttons — Sia ]

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2009

El año que empezó emprendiendo la retirada de Vietnam se acaba soleado y sosegado en mi apartamento. Tiene pinta de haber sido el año más emocionante de mi vida hasta ahora. Creo que es porque ha sido el año en que finalmente he abierto los ojos para reconocerme completa, viva, corpórea.

Pasaron tantas cosas, tantos lugares, tantas personas. Sonreí y quise y reviré y dije adiós. Desperté. Me liberé de las cadenas que me tenían dando vueltas en la cama, obsesionada hasta la furia con un rompecabezas de más de dos mil piezas de un cuadro de Mucha. Podé las partes de mi vida que me molestaban, saboreé el silencio y por primera vez no me supo amargo.

Del año quedan detalles esparcidos, trozos brillantes de espejos reflejando miles de colores. Una miga de tartaleta en el brazo del boticario. Mis pies al fondo del tibio mar de esmeralda en Waikiki. Un ave alzando vuelo desde la cúpula de la bomba atómica en Hiroshima. La voz de Ovidio susurrando mi nombre. Las luces extáticas iluminando entre rugidos a Alex Kapranos. El radiotelescopio al atardecer. El hallazgo a tientas de una moneda de Arhuaco. La fría oscuridad de la inconsciencia en el baño de mi apartamento. La mirada cansada de Minori. El cielo imposiblemente azul bajo el que abrí los ojos para hallar a Cavorite a mi lado.

Tintinean los fragmentos con el viento que los arrastra para dar paso a recuerdos nuevos. Ahora miro a través de la ventana: amanece. Los rayos anaranjados se explayan sobre un edificio en la distancia y me encandilan; es una mañana más de las que quisiera que él viera conmigo. Ya vendrá el momento.

Y ahora, 2010.


[ Close Your Eyes— Basement Jaxx ]

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If You Buy, I Give You Good Price

Un día mi sempai me preguntó si quería ir a Vietnam. Como yo no tenía idea de lo que allí había por ver salvo platanales como los que adornaban los escenarios de Forrest Gump y Playa infernal, accedí. Pagué el tiquete de vuelo, compré un libro de vocabulario inglés-vietnamita y pasé una tarde en Tokio sacando la respectiva visa en una embajada donde lo mandaban a uno a almorzar "o algo" mientras la solicitud era procesada.

La noche anterior al viaje descubrí las aptitudes musicales del señor Sakaguchi en un karaoke, y creo que incluso me enamoré de su rendición de "Somewhere Over the Rainbow". Para ese entonces no tenía la maleta hecha y no creía que al día siguiente estaría sintiendo calor en la capital mundial de las motos. Aún durante la escala en Taiwan fue difícil creerlo.

El viaje en sí transcurrió de manera un poco reminiscente de los documentales de Discovery Travel & Adventure. Probamos platos exquisitos, comimos frutas de nombres desconocidos, pasamos días y noches enteros en buses húmedos y apretados, paramos en baños con letrina, nos dejamos estafar, nos intentamos defender de las estafas y aún así nos siguieron estafando, tomamos muchísimo café con leche condensada e ignoramos como pudimos los incesantes llamados de "hello motorbike", "hello cyclo", "hello pineapple rambutan", "hello, ma'am" y un largo etcétera coronado con una cínica promesa: "if you buy, I give you good price".

El itinerario era bastante apresurado, un recorrido por el país entero de sur a norte en tan solo diez días, empezando en Ho Chi Minh (antigua Saigón) y terminando en Hanoi. A medida que avanzábamos hacia el reino del Viet Minh el ambiente se iba tornando más confuso, el clima más frío y la gente más dispuesta a liberarnos de nuestro dinero a cambio de baratijas, pan francés o servicios mal prestados. Sin embargo, por alguna extraña razón yo iba armada de paciencia tipo monje budista y sólo exploté en dos ocasiones:
  1. En una sastrería en Hoi An, donde me hicieron un adefesio por vestido (me pidieron una segunda oportunidad; cuando fingí satisfacción ante la casi imperceptible mejoría las modistas se pusieron contentas y me abrazaron).
  2. En el aeropuerto de Hanoi, cuando una mesera se inventó una treta compleja para cobrarnos un ojo de la cara por dos jugos y un huevo frito en aceite requemado. Al fin exclamé airada que no teníamos más plata y nos fuimos.
No nos hicimos amigos de ningún local, como suele suceder en los documentales. Sin embargo, el recepcionista del hostal en Hanoi me pidió el favor de ayudarle a mejorar su pronunciación del inglés. Mientras lo hacíamos repetir las palabras de su libro de vocabulario, descubrimos que el hombre confundía la l con la n y le daba lo mismo decir "light" o "night". Entonces el hombre llegó a un vocablo extraño que pronunció correctamente mientras me señalaba: "Miss World". Al otro día, todo su conocimiento del inglés había desaparecido.

Abandonamos Vietnam como emprendiendo la retirada de un campo de batalla indeseado y caótico. La promesa de calma y orden que se escuchaba en la voz automática de las rampas eléctricas nos hizo suspirar aliviadas, dichosas de regresar a este imperio frío y despojado de vida. No obstante, cuando recuerdo el sabor del cha ca (pescado frito típico de Hanoi) o las dunas de Mui Ne que apenas pude atisbar tras la ventana del bus pienso que no estaría mal darle otra oportunidad a aquel país inescrutable. Tal vez, algún día.


[ Marcia baila — Les Rita Mitsouko ]

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