Doblepensar

El blog favorito de la mamá de Olavia Kite.


More Than This

No estoy cansada; estoy aburrida. No se me ocurre un buen incentivo para ir a clase. Supongo que necesito un kibbe como carnada para perseguir cual zanahoria colgada del lomo de un burrito. No sé por qué un kibbe y no una guayaba. Una guayaba también podría servir.

Voy al salón, me siento en un puesto escondido y me desconecto de la realidad. Antes me dedicaba a detallar los gestos de los estudiantes que entraban y se saludaban entre sí. Empero, con el pasar de los meses me he aprendido sus libretos y la obra que representan ya me aburre. Procuro llegar tarde, con eso me ahorro tres o cuatro minutos de mirar al vacío. En los setenta y cinco minutos que dura la lección me dedico a dibujar, a buscar palabras al azar en el diccionario o a hacer anotaciones en mi agenda. ¿Cuántos cuentos podría estar escribiendo ahora? No lo sé, pero no los estoy escribiendo y cuando al fin estoy libre tengo la cabeza tan llena de ruido blanco que ya no tiene caso ni preguntarme qué podría estar haciendo con mi tiempo en vez de cumplir con el requisito de asistencia.

A mi alrededor nadie se pregunta por el sentido de esta rutina. Todos—ya sean futuros biólogos, literatos, antropólogos o artistas plásticos—saben que su destino es entrar a una compañía y convertirse en seres de sociedad ("shakaijin", 社会人), es decir, los típicos japoneses sin rostro que tiñen de negro la estación de Shinagawa en Tokio a las nueve de la mañana. La universidad comprende sus últimos cuatro años de libertad y, por lo tanto, hay que hacer buen uso de ellos. Hay que "hacer recuerdos" ("omoide tsukuru", 思いで作る), un concepto tan desolador como su implicación de que, pasada la época escolar, nada más será digno de recordar por el resto de la vida. Así pues, los estudiantes cumplen el requisito de asistencia y de resto le entregan su vida a un club. El club, una actividad extracurricular que cumple las funciones de pasatiempo y hub social, se rige por una jerarquía que recuerda la estructura de las empresas (Azuma lo explica mejor aquí). Es ahí donde surgirán los dichosos recuerdos para atesorar: las incursiones en el alcohol y el sexo en medio de un calendario de eventos que hace ver a la academia como la verdadera actividad extracurricular. El proceso de robotización, palpable desde cuarto año de primaria (cuando los niños dejan de sonreír), se habrá completado para cuando reciban el diploma.

Nada se preguntan los jóvenes a mi alrededor. El salón parece una sinagoga, con los hombres a un lado y las mujeres al otro. A algunos les he preguntado por sus sueños: muy pocos tienen una respuesta que no apunte al mundo corporativo—y ese no es un sueño, es el futuro inexorable. No los culpo: a mi tutor lo desheredaron por dedicarse a la literatura latinoamericana en vez de engrosar las filas de zombies encorbatados durmiendo en los trenes. ¿Es que nadie se ha preguntado alguna vez si existe otro cauce para este río?

Algunos lo han hecho. Esas personas no viven en Japón, o no viven en absoluto.


[ Phonograph — Jesca Hoop ]

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Fünke



¿Notan alguna similitud entre la foto 1 (Olavia Kite haciendo cara de Robin Gibb en la pampa argentina) y la foto 2 (el elenco de Arrested Development)? ¿Pueden explicar la causa de dicha coincidencia?


[ A Well Respected Man — The Kinks ]

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味彩

Ajisai es un restaurante pequeñito recientemente abierto en Kasuga, un barrio de Tsukuba ubicado entre la universidad y un radiotelescopio. Es un espacio con apenas dos mesas cubiertas con manteles de caucho, manejado por una señora con fuerte acento de Ibaraki que abre cuando se le viene en gana. Por un precio bastante razonable, la señora sirve comida casera de tamaño decente y encima café o té con derecho a repetición hasta que muera la conversación entre todos los comensales y ella. Esta noche una de las mesas es ocupada por un estudiante de educación física, beisbolista, y uno de cultura comparada que no cesa de rascarse el pecho bajo la camisa. No vienen juntos, pero eso no impide que fluya la conversación.

En la otra mesa hay una pareja que conversa en inglés. El hombre, tal vez malayo, habla el idioma con elegante acento británico pero su japonés es sorprendentemente bueno. La mujer podría ser de cualquier parte. Su inglés americano brota a borbotones, inundando el vaso de agua y luego la bandeja con sopa de miso, arroz, omelette con salsa de tomate y trocitos de calamar. El deportista, exhortado por la patrona tras admitir que no entiende nada de lo que dicen, dirige una pregunta a la joven. Ella no se da por aludida y sigue hablando rapidísimo, gesticulando sin parar. Él insiste hasta que ella se da cuenta. Al principio no entiende la pregunta, su cabeza confundida con un idioma que lleva semanas sin usar.

—¿De qué país viene?—repite el deportista, seguido de un eco de ayuda por parte del interlocutor original.
—Ah, sí. De Colombia.
—Colombia...
—Suramérica—, ayuda ella.
—¿Y usted?
Esta vez la pregunta va dirigida al presunto malayo.
—Yo soy de la prefectura de Nara.
—Oh, su inglés es demasiado bueno para ser japonés.
—¿Verdad que sí?— la extranjera dice, sonriente. Es la única frase que emite sin titubear. Durante el resto de la conversación ella procura limitarse a reír y hacer comentarios cortos. No tiene mucha confianza en su dominio del japonés y lo vive olvidando. Además, le avergüenza hablar esta lengua frente al hombre que hasta hace dos minutos la escuchaba atentamente. No obstante, el estudiante de educación física y la dueña la bombardean con preguntas: ¿Qué le parecen los hombres japoneses? ("Demasiado tímidos".) ¿Cuál es su celebridad japonesa favorita? ("Creo que los japoneses del común son más guapos".) ¿Por qué vino a Japón? ("Me empezó a interesar la cultura japonesa por Dekirukana, pero llegué más que todo por suerte".)

Un par de horas, dos tazas de té verde y muchos temas después, el beisbolista se abriga, paga y parte. Pide perdón por haber interrumpido la conversación de la pareja, gesto al que no se une la patrona; es obvio que lo que no se paga con dinero se hace manteniéndola entretenida. "Hasta una próxima ocasión", se despide. Inmediatamente después, el malayo que resultó siendo japonés y la extranjera cuyo país de origen da lo mismo abandonan el recinto también.

—Me habías dicho que este era un restaurante casero, pero no sabía que lo sería tanto—, observa él desde un escalón al otro lado de la puerta corrediza. Ella aún le debe un recuento de sus vacaciones de invierno. Alcanzarán la medianoche en un restaurante familiar de cadena sorbiendo té y cocoa caliente. A su alrededor habrá mucha más gente, pero nadie los incluirá en sus conversaciones.


[ All My Friends — LCD Soundsystem ]

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If You Buy, I Give You Good Price

Un día mi sempai me preguntó si quería ir a Vietnam. Como yo no tenía idea de lo que allí había por ver salvo platanales como los que adornaban los escenarios de Forrest Gump y Playa infernal, accedí. Pagué el tiquete de vuelo, compré un libro de vocabulario inglés-vietnamita y pasé una tarde en Tokio sacando la respectiva visa en una embajada donde lo mandaban a uno a almorzar "o algo" mientras la solicitud era procesada.

La noche anterior al viaje descubrí las aptitudes musicales del señor Sakaguchi en un karaoke, y creo que incluso me enamoré de su rendición de "Somewhere Over the Rainbow". Para ese entonces no tenía la maleta hecha y no creía que al día siguiente estaría sintiendo calor en la capital mundial de las motos. Aún durante la escala en Taiwan fue difícil creerlo.

El viaje en sí transcurrió de manera un poco reminiscente de los documentales de Discovery Travel & Adventure. Probamos platos exquisitos, comimos frutas de nombres desconocidos, pasamos días y noches enteros en buses húmedos y apretados, paramos en baños con letrina, nos dejamos estafar, nos intentamos defender de las estafas y aún así nos siguieron estafando, tomamos muchísimo café con leche condensada e ignoramos como pudimos los incesantes llamados de "hello motorbike", "hello cyclo", "hello pineapple rambutan", "hello, ma'am" y un largo etcétera coronado con una cínica promesa: "if you buy, I give you good price".

El itinerario era bastante apresurado, un recorrido por el país entero de sur a norte en tan solo diez días, empezando en Ho Chi Minh (antigua Saigón) y terminando en Hanoi. A medida que avanzábamos hacia el reino del Viet Minh el ambiente se iba tornando más confuso, el clima más frío y la gente más dispuesta a liberarnos de nuestro dinero a cambio de baratijas, pan francés o servicios mal prestados. Sin embargo, por alguna extraña razón yo iba armada de paciencia tipo monje budista y sólo exploté en dos ocasiones:
  1. En una sastrería en Hoi An, donde me hicieron un adefesio por vestido (me pidieron una segunda oportunidad; cuando fingí satisfacción ante la casi imperceptible mejoría las modistas se pusieron contentas y me abrazaron).
  2. En el aeropuerto de Hanoi, cuando una mesera se inventó una treta compleja para cobrarnos un ojo de la cara por dos jugos y un huevo frito en aceite requemado. Al fin exclamé airada que no teníamos más plata y nos fuimos.
No nos hicimos amigos de ningún local, como suele suceder en los documentales. Sin embargo, el recepcionista del hostal en Hanoi me pidió el favor de ayudarle a mejorar su pronunciación del inglés. Mientras lo hacíamos repetir las palabras de su libro de vocabulario, descubrimos que el hombre confundía la l con la n y le daba lo mismo decir "light" o "night". Entonces el hombre llegó a un vocablo extraño que pronunció correctamente mientras me señalaba: "Miss World". Al otro día, todo su conocimiento del inglés había desaparecido.

Abandonamos Vietnam como emprendiendo la retirada de un campo de batalla indeseado y caótico. La promesa de calma y orden que se escuchaba en la voz automática de las rampas eléctricas nos hizo suspirar aliviadas, dichosas de regresar a este imperio frío y despojado de vida. No obstante, cuando recuerdo el sabor del cha ca (pescado frito típico de Hanoi) o las dunas de Mui Ne que apenas pude atisbar tras la ventana del bus pienso que no estaría mal darle otra oportunidad a aquel país inescrutable. Tal vez, algún día.


[ Marcia baila — Les Rita Mitsouko ]

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